Al entrar en Gjirokastra tuve
una sensación extraña. Creí que nos habíamos adentrado mucho en el interior del
país y, sin embargo, estábamos a 50 kilómetros del mar y a poco más de 30 kilómetros
de la frontera griega. El viaje desde la costa había sido más tortuoso que
largo.
Nuestro hotel, el Argjiro, estaba
en la base del Colmado del bazar, lo que implicaba abandonar la zona del valle
del río Drin y trepar por las calles del monte Mali i Gjëre fuera de la zona
nueva, carente de interés. Estábamos en el casco histórico. La plaza que le precedía
estaba en obras y hubo que negociar el acceso a la plataforma de hormigón para
facilitar el traslado de las maletas.
El nombre de nuestro hotel
procedía de la denominación adoptada durante la época bizantina, como
Argjiropolis, ciudad de plata o Argyrokastron, castillo de plata. Antes de
incorporarse al dominio otomano perteneció al Despotado de Epiro. El vínculo
con Grecia aún lo marcaba una amplia minoría griega. Una parte de la misma
había emigrado a Grecia en el pasado por culpa de las tensiones con la mayoría
albanesa musulmana y ortodoxa.
Dorian nos emplazó pocos minutos
después en la recepción para dar un paseo y conocer una de las casas-torre, una
kulla, cuyo conjunto fue el principal argumento para ser declarada la
ciudad Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ese tipo de casas altas y
vigorosas eran típicas de los Balcanes y exhibían unas reminiscencias otomanas
evidentes. En 1417 la ciudad pasó al imperio turco y estuvo bajo su soberanía durante
casi cinco siglos.
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