Nos esperaba hora y media de
trayecto hasta Gjirokastra. La primera parte era de intensas curvas.
Avanzábamos hacia el norte y el interior, hacia las montañas. El sol se
desvaneció y aparecieron las nubes negras en lo alto del cielo y la niebla
reptando por las abruptas laderas, algo que me recordó a lo que leí en una de
las obras de Kadaré, El general del ejército muerto:
Los jirones de niebla se alzaban y caían sobre las abruptas laderas, envolviendo a intervalos unos trechos y descubriendo otros. En ocasiones las nubes descendían a tal punto que cubrían el techo de la tienda.
Quizá Kadaré se inspiró para
esas descripciones en un paisaje similar al que contemplaba en silencio a
través de la ventanilla. Todos dormían y se perdían ese paisaje salvaje
envuelto en la lluvia. En esas montañas y valles hubo luchas entre los
partisanos, los guerrilleros albaneses que se habían lanzado al monte, y las
tropas fascistas italianas durante la Segunda Guerra Mundial. Esos combates
fueron terribles y las represalias italianas muy duras.
En ese libro, que catapultó a Kadaré
a la fama en la década de 1960, nos cuenta cómo un general del ejército
italiano acompañado de un cura buscan 20 años después de que terminara la
contienda los restos de los soldados caídos en Albania. Para ello se basan en
croquis de las tumbas tomados precipitadamente, lo que complica aún más su
penosa tarea. El barro se resistía a soltar su presa.
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