La muralla quedaba a la
izquierda. Los griegos la alzaron y todos los demás poderes que controlaron
Butrinto se encargaron de su mantenimiento y actualización a los requisitos de
defensa de cada época. La primera puerta que vimos fue la del lago. Daba un
poco de miedo penetrar en ella por si al otro lado esperaba la guarnición con
la intención de rechazarnos por la fuerza. Más adelante, la del león, con la
representación de un león luchando contra un toro.
Fuimos ascendiendo hacia el
castillo, hacia la Acrópolis, la parte alta del promontorio. Se abría la vista
a la laguna, al emplazamiento del antiguo puerto, a la vista de la campiña de
un verde espectacular, a las montañas bajas, cubiertas por nubes algo menos
amenazadoras que al inicio de la visita. Al otro lado, el mar, la antigua ruta
comercial, la arteria de civilización.
En el castillo habían instalado
un pequeño e interesante museo con parte de los objetos hallados en las
excavaciones: ánforas, amuletos, figurillas, estatuas, explicaciones del
mosaico del baptisterio. Salí a la galería porticada y al patio. El sol era
feliz haciendo brillar todo.
Tras una breve incursión en el
teatro para contemplarlo con calma y simular que actuaba sobre sus tablas
regresamos al autobús para trasladarnos a Sarandë para comer. Aquí sí tuvimos
la impresión de llegar a Benidorm versión albanesa, aunque los edificios no
fueran tan altos. Iban camino de que la especulación se cobrara otra víctima.
Comimos pescado en uno de los
restaurantes a orillas del mar, la playa al lado, las vistas formidables. Los
salmonetes, la merluza o los mejillones siempre saben mejor mirando al mar. En
un dispendio sin precedentes salimos a 2.000 leks por cabeza, unos 20
euros.
Daban ganas de dar un paseo por
la avenida marítima para bajar la comida y gozar del sol, ahora definitivamente
afianzado.
Salimos a las cuatro y media
rumbo a nuestro siguiente destino: Gjirokastra.
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