Nuestros pasos nos condujeron
hacia el gimnasio. La lluvia dio un respiro, guardamos paraguas y chubasqueros.
Limpié el filtro de la cámara. Paré en una pequeña elevación, suficiente para
contemplar ese trazado de edificios y traté de imaginar la urbe, el movimiento
de sus ciudadanos que acudían a las termas, el comercio, la actividad
cotidiana. Piedra y ladrillo penetraban en mi mente y me llevaban al pasado. El
silencio, solo alterado por algún ave o por los visitantes, que se habían
calmado y disuelto, eran mis acompañantes. Era un ejercicio de viajero, de
reconstrucción, de recreación de un torbellino de sensaciones.
El gimnasio, que era el centro
formativo y que en algunos países ha mantenido ese término, fue tal vez un
templo pagano que posteriormente se transformó en una iglesia. Llegó a haber ocho
en esta sede episcopal, lo que da idea de su importancia.
Me entretuve con los reflejos de
las ruinas en los charcos, en los improvisados estanques inundados. Era como si
la ciudad quisiera ofrecer un duplicado invertido, una diferente visión, más
mágica y lúdica, difusa, acompañada por las copas de los árboles que se
aplanaban en la superficie y perdían su tercera dimensión. Era una realidad
distinta y por eso me gustaba. Me fascinan las ciudades abandonadas, derrotadas
por el tiempo y a las que se les da una segunda oportunidad.
Alcanzamos la laguna. Al otro
lado, en la otra orilla, unas casas desvencijadas y unas estacas con redes.
Controlaban el paso de los peces. Las aves nos fueron esquivas. Las murallas
que trazaban el perímetro de la isla aún mantenían el orgullo.
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