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Albania, el país de las águilas 60. El parque arqueológico de Butrinto III. El gimnasio.


 

Nuestros pasos nos condujeron hacia el gimnasio. La lluvia dio un respiro, guardamos paraguas y chubasqueros. Limpié el filtro de la cámara. Paré en una pequeña elevación, suficiente para contemplar ese trazado de edificios y traté de imaginar la urbe, el movimiento de sus ciudadanos que acudían a las termas, el comercio, la actividad cotidiana. Piedra y ladrillo penetraban en mi mente y me llevaban al pasado. El silencio, solo alterado por algún ave o por los visitantes, que se habían calmado y disuelto, eran mis acompañantes. Era un ejercicio de viajero, de reconstrucción, de recreación de un torbellino de sensaciones.

El gimnasio, que era el centro formativo y que en algunos países ha mantenido ese término, fue tal vez un templo pagano que posteriormente se transformó en una iglesia. Llegó a haber ocho en esta sede episcopal, lo que da idea de su importancia.



Me entretuve con los reflejos de las ruinas en los charcos, en los improvisados estanques inundados. Era como si la ciudad quisiera ofrecer un duplicado invertido, una diferente visión, más mágica y lúdica, difusa, acompañada por las copas de los árboles que se aplanaban en la superficie y perdían su tercera dimensión. Era una realidad distinta y por eso me gustaba. Me fascinan las ciudades abandonadas, derrotadas por el tiempo y a las que se les da una segunda oportunidad.



Alcanzamos la laguna. Al otro lado, en la otra orilla, unas casas desvencijadas y unas estacas con redes. Controlaban el paso de los peces. Las aves nos fueron esquivas. Las murallas que trazaban el perímetro de la isla aún mantenían el orgullo.

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