Subimos hacia el templo de
Esculapio y el teatro y antes de alcanzarlos se desencadenó un diluvio incómodo,
aunque muy teatral, ideal para el inicio de una representación trágica. Dorian
nos arrastró debajo de un frondoso árbol que nos protegió relativamente. Allí
continuó sus explicaciones y nos habló del dios de la medicina. Hasta aquí
peregrinaban las gentes para buscar la sanación de sus males, las curaciones
milagrosas, soluciones que, aunque no fueran científicas, aliviaron los
tormentos de la salud. Fueron esos fieles los que con sus donativos financiaron
parte de estos edificios.
Me llamó la atención que ese
sector del teatro, del Ágora y las termas estuviera casi inundado, como si cada
construcción tuviera un pequeño estanque. Los muros de piedras irregulares sin
desbastar compartimentaban ese espacio que finalizaba con el inicio de la
pendiente del promontorio y del bosque.
El teatro era la gran estrella.
Construido por los griegos, los romanos, que conquistaron la ciudad en el 228 a.
C., lo adaptaron a sus necesidades. Conservaba la escena, los sillares de las
gradas, arcos y vomitorios. En verano se utilizaba para un festival clásico.
Exploramos la zona buscando más
el final de la lluvia que el placer del lugar, por lo que repetimos la visita al
final.
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