No entramos con demasiado buen
pie en el parque arqueológico. En el momento de nuestra llegada se produjo una
pequeña oleada de turistas que atascó la entrada, especialmente por un grupo de
españoles numeroso, grosero y gritón. Dorian maniobró con habilidad y nos hizo
entrar con rapidez. Durante el recorrido les llevamos unos pocos minutos que
impidieron que nos aguaran la visita.
Lo que sí nos aguó inicialmente
fue la lluvia que se apoltronó sobre la pequeña isla o península elegida por
los colonos de la cercana Corfú que fundaron la ciudad. Aprovecharon el seguro
puerto natural de la laguna al que se accedía por el canal Vivari. El
promontorio, rodeado por una muralla que cada pueblo que conquistó el lugar se
afanó en mantener, aseguraba una fácil defensa de visitantes indeseados, que
fueron muchos. La entrada al canal estuvo defendida por la torre veneciana y un
pequeño fuerte triangular al otro lado, también de los venecianos.
Avanzamos un primer tramo
rodeados por una vegetación abundante que mantuvo a salvo los restos de la
ciudad cuando cayó en el olvido tras la cesión de los venecianos a Napoleón y
la reconquista por Alí Pachá. Hubo que esperar a 1927 para que un equipo de
arqueólogos italianos capitaneados por Luigi María Ugolini empezaran las
excavaciones. La impresión es que ese bosque escondía aún muchos secretos
interesantes.
Asocio ruinas grecorromanas con
arena, con territorios secos y donde la naturaleza es escasa. En Butrinto, tuve
la impresión de que me había equivocado y estaba visitando unas ruinas mayas
devoradas por la selva. El verdor acaparaba la atención y provocaba la sorpresa
de una construcción que afloraba y se integraba en ese paisaje suculento.
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