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Albania, el país de las águilas 57. La llegada a Butrinto.


 

Hacia la izquierda se abría un valle amplio. Las montañas se habían desplazado y sobre sus cimas las nubes las acariciaban con celo. En el llano, un pequeño espejismo, los árboles se ofrecían rechonchos, de hojas fogosas por el verdor, jugosos, de copas redondeadas y orgullosas. Un río se deslizaba paralelo a la carretera antes de desembocar en el Jónico. Tres cuartas partes de los ríos del país desembocaban en el Adriático.

Los rostros de mis compañeros de viaje denotaban cansancio, odio a las curvas que eran omnipresentes e insufribles. Yo pagaba el tributo de observar todas y cada una de las montañas y colinas que iban a parar al mar con dolor de cuello.



La isla de Corfú (Kerkiras, para los griegos) cerraba el horizonte. Aquella línea difusa de kilómetros atrás ahora era una montaña con sombrero de nubes de lluvia que iba descendiendo hacia la derecha. Entre Albania y Corfú, las bateas que producían unos estupendos mejillones. Era zona también de doradas y otros pescados de los que dimos buena cuenta en la comida. El mar parecía encajonado.

Ksamil se encontraba en una lengua de tierra que cerraba el lago de Butrinto, a nuestra izquierda. Al final de esa lengua, en una península que daba al canal de Vivari, estaba el parque arqueológico de Butrinto, nuestro siguiente destino. Ksamil era una buena base turística con bloques de apartamentos de tres o cuatro alturas, nada excesivos, hoteles, restaurantes y cierto ambiente en verano, ausente en el inicio de la primavera.

Esta era una zona pantanosa, fácilmente inundable, lo que comprobamos muy poco tiempo después. El agua que afloraba en los campos se teñía de gris, espejeaba levemente. Quizá detrás de aquella loma estuviera Grecia. Cuidado con el cambio de hora automática de los móviles ya que en el país vecino regía una hora de diferencia y podía causar algún inconveniente al no darse cuenta de esos cambios.

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