Hacia la izquierda se abría un valle
amplio. Las montañas se habían desplazado y sobre sus cimas las nubes las
acariciaban con celo. En el llano, un pequeño espejismo, los árboles se
ofrecían rechonchos, de hojas fogosas por el verdor, jugosos, de copas
redondeadas y orgullosas. Un río se deslizaba paralelo a la carretera antes de
desembocar en el Jónico. Tres cuartas partes de los ríos del país desembocaban
en el Adriático.
Los rostros de mis compañeros de
viaje denotaban cansancio, odio a las curvas que eran omnipresentes e
insufribles. Yo pagaba el tributo de observar todas y cada una de las montañas
y colinas que iban a parar al mar con dolor de cuello.
La isla de Corfú (Kerkiras, para
los griegos) cerraba el horizonte. Aquella línea difusa de kilómetros atrás
ahora era una montaña con sombrero de nubes de lluvia que iba descendiendo
hacia la derecha. Entre Albania y Corfú, las bateas que producían unos
estupendos mejillones. Era zona también de doradas y otros pescados de los que
dimos buena cuenta en la comida. El mar parecía encajonado.
Ksamil se encontraba en una
lengua de tierra que cerraba el lago de Butrinto, a nuestra izquierda. Al final
de esa lengua, en una península que daba al canal de Vivari, estaba el parque
arqueológico de Butrinto, nuestro siguiente destino. Ksamil era una buena base
turística con bloques de apartamentos de tres o cuatro alturas, nada excesivos,
hoteles, restaurantes y cierto ambiente en verano, ausente en el inicio de la
primavera.
Esta era una zona pantanosa,
fácilmente inundable, lo que comprobamos muy poco tiempo después. El agua que
afloraba en los campos se teñía de gris, espejeaba levemente. Quizá detrás de
aquella loma estuviera Grecia. Cuidado con el cambio de hora automática de los
móviles ya que en el país vecino regía una hora de diferencia y podía causar
algún inconveniente al no darse cuenta de esos cambios.
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