Efectuamos una parada en un
lugar con bastante encanto provocado por el agua que se derramaba en cascadas
contenidas que generaban un fragor pacífico en este territorio tan deseado y
mordido por guerras y batallas. Por supuesto, en cuesta, con sombrillas y
palapas de paja donde refugiarse del sol, que aquel día nos era tan esquivo y
se mantenía discreto tras las nubes grises. Las sillas eran de un verde
fosforito que impactaba en nuestros ojos.
El siguiente paisaje era de
olivos en bancales. Se calculaba que el país acumulaba diecisiete millones de
olivos, algo similar a la provincia de Jaén. Garantizaban un excelente aceite
que había hecho nuestras delicias en las comidas. El autobús se llenaba de
aromas de almazara y nos transportaba al sur de España. Éste podría ser un
paisaje de alguna serranía española. A nuestra derecha, el mar seguía
ofreciendo matices de azul insospechados, limpios, oscuros a ratos, siempre
intensos y decididos, casi guerreros, amortiguados en la proximidad de las
playas claras. La línea de costa estaba aún bastante despejada de edificios
indeseables. En movimiento, aún podía contar los edificios de cuatro o cinco
plantas con los dedos de la mano.
Se sucedían los pueblos que
apunté con letra vacilante y que tuve que comprobar con cierto esfuerzo:
Piqeras, que significaba cipreses, Lukovë, con un pasado tormentoso. Los
conformaban casas sobre muros de piedra, muy mediterráneos, con emparrados,
entre naranjos, con excelentes y envidiables vistas. Un buen lugar para
descansar y meditar, para retirarse.
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