Para degustarlo con mayor
tranquilidad paramos en un mirador. Hacía frío, el viento nos aturdía y lanzaba
a toda velocidad la niebla sobre nosotros, como en una escena de una película
fantástica, como si un guionista de ciencia ficción hubiera liberado una parte de
su texto para amedrentarnos o quizá para despejarnos definitivamente de nuestro
sueño. La niebla descendía, cubría la vista sobre el mar y la costa. En la
parte baja, en la cinta de costa, donde hubo un pueblo de pescadores, habían
desarrollado una urbanización de adosados. En las inmediaciones, aplanaban la
tierra para otras promociones.
Al frente seguían las omnipresentes
nubes, juguetonas con el horizonte. Se atisbaba una línea más oscura que era la
isla de Corfú. Hace años contemplé el paisaje desde el punto de vista contrario,
desde la isla griega.
El cielo parecía un techo de
placas grises y amenazadoras. Las gotas agarradas al cristal de la ventanilla
del vehículo nos recordaban la cercana lluvia. Sin embargo, hacia el sur, había
abierto y prometía buen tiempo. Rezamos para que se escucharan nuestros deseos.
El buen tiempo y las amenazas de
lluvia, en forma de nubes enganchadas, se alternaban casi en cada curva. Creíamos
que al descender se olvidarían de nosotros. Craso error. Nos habían tomado
cariño y seguían a la carga, nos perseguían como un perrillo faldero, cariñoso,
aunque a veces enormemente pesado. Tuve la sensación de que las tomábamos de la
mano, en fraternidad impuesta. No había nada que impidiera ese flirteo.
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