El bosque me pareció más
impenetrable y misterioso que en la tarde anterior. Dorian nos preguntó, por
cortesía, qué tal habíamos dormido y nos comentó que estábamos atravesando las
montañas del Trueno, los montes Ceravni o Malet e Vetëtimës, un nombre que
acrecentaba la teatralidad del lugar. Las nubes se posicionaban a la baja, nos
engullían, nos impedían ver en un primer momento las evoluciones de las
pendientes, espectaculares, que obligaban a un avance lento, cuidadoso. Estábamos
en las magníficas manos de Julián. Mientras descendíamos, la niebla tomó el
camino contrario y descubrimos que los árboles habían desaparecido. En su
lugar, el panorama era de vegetación escasa, de matorral, que en ocasiones era
alto y redondo. Apareció el mar y las nubes se organizaron en horizontal, en capas
o estratos. Lo abarcaban todo hasta los confines de donde alcanzaba nuestra
vista. Me quedé pegado a la ventanilla, como un niño pequeño, embobado, y presté
toda mi atención a ese espectáculo.
Los colores empezaban a vibrar
con la liberación del sol. Inflamaba el blanco de las nubes, enganchadas a la
montaña, potenciaba el azul vertiginoso del mar, que me recordó a mi
Mediterráneo más cercano, endurecía el blanco agrisado de la tierra, como de
polvos de talco sucios, el verde de la vegetación. Era todo un regalo para la
vista en aquellas primeras horas del día.
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