El día amaneció devorado por una
espesa niebla de la que, pensé, podrían salir sin esfuerzo los espectros de
seres extraordinarios. Aquel paisaje me llevaba a meditaciones mitológicas, a
seres de otro mundo, a un sinfín de imágenes fantásticas y mágicas que bullían
en mi cabeza según iba avanzando la mañana.
El frío penetraba sin compasión
hasta los huesos. Los rostros mostraron seriedad hasta que nos hizo efecto la
ingesta del desayuno, abundante aunque no demasiado variado. La fruta debía ser
un producto de lujo porque apenas la vimos en los buffet de los hoteles,
incluso en los que eran de cierto nivel.
En los viajes, como en otras
facetas de la vida, el ánimo es muy importante. Uno puede trabajar sin ánimo,
cumplir sus tareas, aunque sea consciente de que el resultado no es óptimo y
que nadie lo note. Sin embargo, en un viaje, el ánimo es esencial para arrojar
la mirada sobre todo lo que se nos ofrece e ir más allá de esa realidad
cambiante. La lluvia cambia el paisaje, pero es mucho mayor el efecto sobre
nuestro ánimo y su traslado a la percepción, a la satisfacción, a la memoria.
Un buen viajero es capaz de
restituir esos desequilibrios y clavar espuelas sobre los ijares de su interior
para impulsar su ánimo hasta en las circunstancias más adversas. Seguro que
segrega alguna sustancia que le devuelve al cuerpo y a la mente esa marcha
adicional que se espera de él , aunque caigan chuzos de punta y hayan guardado
el sol en el baúl de los secuestrados sin rescate. Un viajero de pro es como un
partisano que se ha lanzado a la montaña para hostigar al enemigo. El viajero
hostiga a la belleza con su ánimo para que le susurre estampas que nunca podrá
olvidar. El ánimo es lucha, gracias a Dios, no sangrienta. Suficiente sangre
han derramado en estos pagos a lo largo de la historia invasores e invadidos.
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