Nuestro destino era un mirador
rodeado de altos picos. El más alto era el Julio César. Se cuenta que por aquí
pasaron sus tropas para enfrentarse a las de Marco Antonio, al que derrotaría
definitivamente en la batalla de Anzio. Hacia el mar, los montes adoptaban
nombres de santos. Permanecimos en el mirador un pequeño rato contemplando el
mar y los picos cubiertos de nubes. Alguno guardaba aún amplios espacios
cubiertos de nieve en su parte superior. La humedad era intensa.
Dorian comentó que aquella era
zona de lobos y osos. A alguna de mis compañeras le entró un poco de miedo. Lo
cierto es que no vimos rastro de ninguno de ellos. En la mitología albanesa
ambos animales habían sufrido diversas vicisitudes y habían mutado en seres no
demasiado cariñosos con los humanos. Del lobo se preciaban su piel y dientes
como amuletos contra las enfermedades, el aojamiento y las brujas, según leí en
la antología de cuentos albaneses. El oso, que antes fue humano, fue castigado
con su actual aspecto por deshonrar a su madrina, lo que provocó la maldición
de Dios.
Aquel ámbito era propenso para
pensar en brujas y genios, en kuçedras de aspecto terrorífico en lubias con
aspecto de serpiente de larga cola y varias cabezas. Les gustaban los lugares
de aguas abundantes, las cuevas, los lugares misteriosos. Rebusqué entre los
árboles por si alguno de esos seres de otro mundo se atrevía a acercarse a nosotros.
Nos inmortalizamos con el mar al
fondo.
En la bajada, la pinaza impidió
que resbaláramos en el empedrado que marcaba el camino.
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