El impacto era inmediato. La
penumbra afianzaba la solemnidad. Los muros, arcos y bóvedas estaban
recubiertos de frescos ejecutados magistralmente a mediados del siglo XVIII por
los hermanos Zografi. Representaban escenas del Antiguo y Nuevo Testamento. Una
tropa de personajes nos observaba con severidad. Hubiera sido sencillo meditar
en su interior. Después de asimilar los frescos, que seguro despistarían al
visitante, creyente o no.
Se respiraba el espíritu de un
pueblo, o al menos de los que pertenecían a estas creencias. Había solemnidad, misticismo,
trascendencia. Sin duda, esa fue la intención de sus creadores.
Me llamó la atención el púlpito
de madera dorada y forma de bulbo. Espectacular. Dorian nos llevó ante el
iconostasio que seguía los cánones clásicos. Los relieves de madera eran
primorosos. Los iconos incluían tres representaciones que se repetían
habitualmente y una cuarta con un personaje principal. Parte de las tablas
superiores eran réplicas. Lo remataba una gran cruz. La silla del patriarca
estaba también finamente tallada. Todo reflejaba ese pasado esplendor al que
hacía referencia.
Las sillerías de la nave central
y las laterales eran sencillas.
Nos comentaron que en uno de los
frescos aparecía una breve oración en cuatro idiomas (latín, griego, rumeni o
valaco y albanés) que era el primer texto albanés en una iglesia ortodoxa.
Pasamos a la zona de las mujeres
y subimos a lo que me recordó al coro de una iglesia católica.
Aún hubo tiempo para un último
repaso. Impresionante.
Comimos en un restaurante
cercano donde había varias celebraciones. La más sencilla y enternecedora era
la de Katerina, que cumplía 80 años. Sólo la acompañaba su marido. Les dimos la
enhorabuena.
Tomamos una suculenta parrillada
de carne, abundante y variada. Con postre y cerveza fueron 1600 leks.
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