El cielo permanecía plomizo y
antipático. A veces, se abría una banda horizontal de luz que nos llenaba de
esperanzas. Un simple espejismo: el sol no era capaz de afianzarse. Llovía
ligeramente e impedía una visión clara del campo. Recordé un pasaje de Abril
quebrado, de Kadaré:
Dos o tres
veces pareció que comenzaba a llover, pero por lo visto las pequeñas gotas se
extraviaban en aquella extensión sin límites antes de llegar a la tierra. Sólo
algunas habían caído sobre el cristal de la ventanilla y temblaban en él como
minúsculos fragmentos de una lágrima. Diana llevaba un buen rato observando el
temblor de aquellas gotas que conferían al vidrio un halo de nostalgia.
El silencio en el bus era
sepulcral y las miradas vagaban perdidas en el diseminado horizonte. Quizá
observaban las nubes bajas que se habían estancado en mitad de las montañas
formando faldas blancas.
El valle de Myzeke producía el
40 por ciento de los alimentos del país. Era ancho y plano y se alargaba casi
indefinidamente.
Abundaban los invernaderos que
producían fresas y verduras. Los frutales eran escasos, con algunos mandarinos,
naranjos o melocotoneros.
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