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Albania, el país de las águilas 44. Por el valle de Myzeke.


 

El cielo permanecía plomizo y antipático. A veces, se abría una banda horizontal de luz que nos llenaba de esperanzas. Un simple espejismo: el sol no era capaz de afianzarse. Llovía ligeramente e impedía una visión clara del campo. Recordé un pasaje de Abril quebrado, de Kadaré:

Dos o tres veces pareció que comenzaba a llover, pero por lo visto las pequeñas gotas se extraviaban en aquella extensión sin límites antes de llegar a la tierra. Sólo algunas habían caído sobre el cristal de la ventanilla y temblaban en él como minúsculos fragmentos de una lágrima. Diana llevaba un buen rato observando el temblor de aquellas gotas que conferían al vidrio un halo de nostalgia.

El silencio en el bus era sepulcral y las miradas vagaban perdidas en el diseminado horizonte. Quizá observaban las nubes bajas que se habían estancado en mitad de las montañas formando faldas blancas.

El valle de Myzeke producía el 40 por ciento de los alimentos del país. Era ancho y plano y se alargaba casi indefinidamente.

Abundaban los invernaderos que producían fresas y verduras. Los frutales eran escasos, con algunos mandarinos, naranjos o melocotoneros.

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