La iglesia de Santa María de Blanquerna tomaba su nombre de la homónima de Constantinopla. Era una iglesia de los valacos o rumeni. Como otras iglesias de Kala era del siglo XIII y sus frescos del siglo XVI. Estos eran del hijo de Onufri, Nikolla. Me costó un poco, al principio, acostumbrarme a la escasa e irregular luz y a los desperfectos. Luego, mi espíritu cambió y me sumergí en aquellos frescos con escenas de la Biblia. La Dormición de la Virgen ocupaba un lugar principal sobre la puerta de acceso.
Mis
ojos se llenaron de color, de personajes de aspecto serio y mirada intrigante,
de santos y profetas, del emperador Constantino y su esposa Elena, de gestos impactantes.
No estoy acostumbrado a este estilo inspirado en lo bizantino, en sus series,
en sus personajes. Quizá por ello me fascinan mucho más. Fui recorriendo los
muros, los acaricié con la mirada, dejé que penetraran como un soplo místico, o
como un mensaje de exaltada estética al servicio de un credo. En mi locura,
traté de fotografiarlo todo. Luego me calmé y dejé que corrieran los
sentimientos, que quedaron abrigados en mi interior. Me gusta regresar a ellos
y disfrutar.
Me dio pena el estado en que se
encontraban estas obras de arte. No sé si aún sería posible recuperarlos,
aunque fuera parcialmente.
La segunda iglesia que visitamos
fue San Nicolás. Nuevamente nos impactaron los maravillosos frescos que habían
sobrevivido a las calamidades y permanecían allí, ante nosotros, para mayor
gloria del arte, la religión y la ciudad de Berat. La fe traducida al color, a
la expresión, a la instrucción. Repetiría muchos de los términos admirativos de
la anterior iglesia. Vuelvo a sentir un escalofrío al recordar ese lugar tan
evocador.
Callejeamos un poco más y nos
sentamos a tomar un café para asimilar el potente mensaje de los frescos.
Aún hubo tiempo para recorrer
nuevas calles, recoger nuevas imágenes del barrio y de la ciudad, del entorno.
Desde aquellas alturas se dominaba todo.
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