Antes de sentarme había bajado
hasta el edificio de una universidad frustrada con aspecto de capitolio. Lo
habían reconvertido en hotel de lujo. La Rruga o calle Antipatrea estaba
en obras y me conformé con ver la mezquita de Plomo (por el recubrimiento de su
cúpula) y la catedral de San Demetrio, frente a frente.
La ciudad estaba inmersa en la
noche y embellecida por las luces. Era un lugar muy diferente al que había
recorrido con el grupo un par de horas antes. Un pequeño bullicio la hacía más
atractiva.
Me acomodé en la terraza elevada
de un restaurante en que terminaban de cenar el matrimonio con sus hijas y
parte de mis compañeras, que dialogaban con una amistosa pareja del país que
les ilustró sobre algunos aspectos. Pedí una ensalada de pepino, apio y yogur y
unos escalopes deliciosos con una cerveza Korça. Observé a la gente local, uno
de mis deportes favoritos.
Quizá para bajar la cena, o
porque no tenía mucho interés en refugiarme en mi estupenda habitación, di un
pequeño paseo por lo más inmediato. La mezquita del Rey, del siglo XV y
decorada en el siglo XVIII, estaba abierta y por la acumulación de calzado
debían estar en pleno rezo del Ramadán. Pasé al templo de los bektashis. Al día
siguiente visitamos el interior de ambos lugares.
Subí a la terraza del hotel y
volví a contemplar todo, como a primera hora de la tarde. Sentí un bienestar
profundo en mi interior.
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