El mejor mirador sobre Gorica
era Mangalem, y viceversa. Al subir un poco por sus cuestas captabas una imagen
del otro barrio antiguo. Luego tocaba hacer un esfuerzo y rebuscar en esa
estampa cada matiz, individualizar y deleitarse, disfrutar para luego callejear
sin rumbo. Y eso hicimos.
Bajamos hasta el río y
continuamos hasta el puente de piedra del siglo XVIII. Cruzamos. La poderosa
roca del castillo, con sus murallas y los bastiones que bajaban para una mejor
defensa, se evidenciaban. Incrustada en la roca asomaba la iglesia de San
Andrés.
Gorica era aún más tranquilo.
Nos acercamos a su iglesia más insigne, San Teodoro. En el barrio convivieron
durante siglos albaneses y griegos. Enfrente, la tarde iba transformando las
tonalidades, se animaba el paseo, comenzaban a encenderse las luces. Dorian nos
señaló la mezquita de los Solteros, destinada a camareros y mozos de cuerda en
la antigüedad. También nos dio consejos para cenar en algunos de los mejores restaurantes.
Prolongamos hasta el puente colgante y nos dispersamos.
Me animé a recorrer el Boulevard
Republika, el lugar donde cumplir con el xhiro, el ritual del paseo por
la tarde. Era una curiosa forma de socializar muy cercana a nosotros. En esta
ciudad de sesenta mil habitantes era la mejor forma de terminar la jornada:
viendo y siendo visto por el resto de los vecinos. También era el momento del
cortejo de las parejas. Me senté en una terraza y me entretuve con esas
populares evoluciones. Se paraban, se saludaban, charlaban un rato, compartían
camaradería y sonrisas.
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