Dorian empezó la visita
acercándonos a una puerta exenta. Siempre he tenido la impresión de que una
puerta monumental sin las murallas a los lados tiene algo de absurdo o
surrealista, de inútil. Como si a alguien se le hubiera olvidado en el camino y
se hubiera quedado allí, como huérfana. La atravesamos y seguimos hasta los
restos del palacio del Pasha Ahmet Kurt y su logia del siglo XVIII. Solo
conservaba algunas columnas. En el lugar se alzó una escuela de tres pisos que
afeaba todo el conjunto y que había sido desmantelada. Desde allí había que
girar en redondo, despacio, para captar la belleza sencilla y, sin embargo,
poderosa del conjunto. Berat empezaba a penetrar en mí y a deleitarme.
Nos infiltramos por las calles
empedradas de trazado quebrado. Las casas estaban bien cuidadas, como
correspondía a un lugar que fue declarado ciudad-museo en 1948. Por eso se
salvó su rico patrimonio religioso, a pesar del ateísmo oficial. La UNESCO la
había ascendido a la privilegiada posición de Patrimonio de la Humanidad.
El apogeo medieval de Berat culminó
con el control de los otomanos desde 1417. Supieron engalanarla y mantener su
belleza uniforme.
Recodos, recovecos, escaleras
empinadas, callejones estrechos que no se sabía muy bien a dónde conducían,
salían a nuestro paso, nos saludaban, nos mostraban su espíritu del pasado que
tan bien había llegado a nuestros días. Con poca gente, que aún no era la hora
del paseo. Dorian comentó que los precios de las casas habían pasado de en torno
a 60.000-80.000 leks a unos 300.000 leks. Era probable que
estuvieran especulando con vistas a un auge del turismo. El turismo era
mayoritariamente de españoles, italianos y alemanes.
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