Subí a la terraza del último
piso. Varias de mis compañeras habían tenido la misma idea que yo: contemplar
la ciudad desde el privilegiado mirador del hotel. Dispersos en varias mesas
estaban varios grupos de jóvenes que pasaban la tarde charlando o mirando el
móvil, embobados. Quizá la ciudad no ofrecía demasiadas distracciones. Probablemente,
estaban cansados de contemplar aquella perspectiva de la ciudad, de su ciudad.
Qué poco apreciamos el lugar en que residimos. Nosotros estábamos ávidos de
penetrar en las esencias de Berat, la ciudad de las mil ventanas, y ellos
pasaban olímpicamente.
Desde esa altura aprecié en unos
breves minutos una imagen completa: la ciudad dividida por el río Osum, dos de
los tres barrios históricos (el tercero era Kala, en el castillo, sobre la
montaña), Gorica, en la margen derecha, aunque desde allí quedaba a mi
izquierda; Mangalem, que se derramaba por la falda de la peña del castillo, a
veces agazapada a ella. Parecía como si miles de ojillos miopes fijaran su
vista al frente sin importarles lo que tuvieran delante. Eran las ventanas de
las casas otomanas y bizantinas de una exquisita homogeneidad y armonía, las
antiguas casas de los mercaderes que se asomaban a esos elementos de relación
con su mundo de comercio para controlar la llegada de mercancías por el río. Apenas
veía sus bases de piedra. La piel de la ciudad era blanca, coronada de tejas
rojas. Aunque no lo pareciera, guardaba un orden urbanístico dictado por la intuición.
Curiosamente, fue el terremoto de 1851 el que armonizó el paisaje urbano con la
posterior reconstrucción.
Desde el otro extremo de la
terraza lo más impactante era la montaña que aún estaba adornada por la nieve,
en recesión. Las terrazas de las casas me decían poco. La ciudad extendida
prometía bullicio.
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