El bosque era atractivo y
misterioso. Imponía el silencio. Las hayas y los robles centenarios de troncos
de gruesos nudos me recordaron a Galicia, a bosques primigenios,
incontaminados. Los troncos trazaban una geometría de líneas paralelas y
ascendentes. La desnudez de las ramas recordaba la vigencia del invierno en aquellos
primeros días de primavera que no se había independizado del frío. El sol y las
sombras jugueteaban para nuestro provecho estético. Me encantó pasear, mirar
hacia el horizonte con el despliegue enorme de la ciudad, un mar de cemento
donde relucía con timidez el verdor. Durrës aparecía al fondo. El mar, al que
no conseguía derrotar la bruma, pugnaba por ganar protagonismo. Era una línea
difuminada que se hacía querer y que obligaba a imaginar, a activar la
creatividad. Estaba encantado con que el paisaje me retara a trabajar para
establecer mi propia imagen.
Apareció un bunker, la tierra
marrón se expresaba con dulzura, las raíces se enroscaban al salir a la
superficie, los árboles se enmarañaban, las sombras acariciaban el suelo. Era
pura nostalgia.
El bosque y la montaña me
parecieron el lugar donde habitaban aquellos seres fantásticos que poblaban los
cuentos populares, unos bondadosos y dispuestos a sacrificar todo y llegar a
los confines del mundo, y otros malvados, pérfidos y perversos.
La intensa luz del día seguro
que ahuyentaba a esas criaturas mágicas. O quizá se ocultaban tras el tupido
matorral o entre los árboles más alejados para no ser captados por miradas poco
entrenadas a la fantasía. Los divis tendrían que hacer un gran esfuerzo
para no ser vistos. Eran gigantes y no demasiado listos. Las oras eran
más sutiles.
La kuçedra habitaba en
lugares con agua, como cuevas, lagos o mares y accedía al mundo exterior por
fuentes y manantiales, con lo que no había que desechar la idea de que
apareciera en forma de “giganta canosa con los pechos colgantes y el cuerpo
cubierto de largos y abundantes pelos”, como la describían. Si aparecía, el
cielo se cubría de nubes negras y rugía la tormenta. Era el espíritu maligno de
las aguas.
Su contrincante más feroz era el
dragoi o dragua. Su misión era destruir a las kuçedras. Entre
tres y siete corazones le convertían en un ser prodigioso. Los guerreros más
valientes, se dice, eran dragoi. Sus armas eran la maza, la lanza y los peñascos.
Se cuenta que San Jorge era un dragua. No te despistes porque pueden tomar
forma animal.
Por más que escruté el camino,
el bosque y el horizonte no encontré ninguna de esas criaturas. Todo se andará,
pensé.
Bajamos hacia el prado, nos
recibieron los caballos, los quads, la amplitud verde.
En la bajada con el teleférico
la montaña se alejaba mientras el espacio verde se desplegaba con generosidad.
Me hubiera gustado subir y bajar varias veces.
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