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Albania, el país de las Águilas 23. Despertar de domingo.


 

Me desperté aquel domingo a las ocho de la mañana con la sensación de haber caminado toda la noche bajo una tormenta. Evidentemente, no me había movido de la habitación. Recordé que había estado lloviendo toda la noche y las gotas del potente y monótono aguacero habían repiqueteado con sorna sobre los andamios de la fachada. Al descorrer las cortinas comprobé que el cielo estaba parcialmente despejado, aplicable esa expresión de “nubes y claros” que me hace tanta gracia en los reportes de los meteorólogos y que sirve para acertar sin apenas proponérselo. Tanto para un roto como para un descosido del cielo.

Me sentía bastante recuperado de mi exploración urbana del día anterior, aunque era consciente de que no había dosificado y me podía pasar factura. Relajé las piernas con unos ejercicios y activé la musculatura con la pelota dura.

Después de una reconfortante ducha (de un afeitado adecuado para mi presentación en la pequeña sociedad del grupo), abandoné la habitación, que durante la noche se había quedado fría. No me estorbó el edredón, bajo el que dormí arrebujado y hecho un ovillo. En ese momento pensé si sería capaz de cerrar la maleta.

Desayuné tranquilo. Mucho más de lo que desayuno habitualmente, especialmente por los dos dulces que me aticé, como si quisiera combatir las agujetas a priori. Casi al final, me encontré con Cristina y Gustavo. Nos extrañó no cruzarnos con el resto del grupo en el desayunador. Luego nos enteramos de que estaban en otro hotel al que nos dirigimos con Julian y nuestro guía, Dorian.

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