Me desperté aquel domingo a las ocho
de la mañana con la sensación de haber caminado toda la noche bajo una
tormenta. Evidentemente, no me había movido de la habitación. Recordé que había
estado lloviendo toda la noche y las gotas del potente y monótono aguacero
habían repiqueteado con sorna sobre los andamios de la fachada. Al descorrer
las cortinas comprobé que el cielo estaba parcialmente despejado, aplicable esa
expresión de “nubes y claros” que me hace tanta gracia en los reportes de los
meteorólogos y que sirve para acertar sin apenas proponérselo. Tanto para un
roto como para un descosido del cielo.
Me sentía bastante recuperado de
mi exploración urbana del día anterior, aunque era consciente de que no había
dosificado y me podía pasar factura. Relajé las piernas con unos ejercicios y
activé la musculatura con la pelota dura.
Después de una reconfortante
ducha (de un afeitado adecuado para mi presentación en la pequeña sociedad del
grupo), abandoné la habitación, que durante la noche se había quedado fría. No
me estorbó el edredón, bajo el que dormí arrebujado y hecho un ovillo. En ese
momento pensé si sería capaz de cerrar la maleta.
Desayuné tranquilo. Mucho más de
lo que desayuno habitualmente, especialmente por los dos dulces que me aticé,
como si quisiera combatir las agujetas a priori. Casi al final, me encontré con
Cristina y Gustavo. Nos extrañó no cruzarnos con el resto del grupo en el
desayunador. Luego nos enteramos de que estaban en otro hotel al que nos
dirigimos con Julian y nuestro guía, Dorian.
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