Mi hotel estaba precisamente en
Blloku, la zona de ocio y diversión que habían comentado mis compañeras de
viaje, las Kardashian albanesas. Estaba repleto de bares, restaurantes, sitios
de copas… Todo lo esencial para pasar una buena noche. Salí hacia la izquierda,
en dirección sur, cuando la luz artificial se había apoderado de la ciudad y el
tráfico era especialmente denso. El número de coches de lujo era sorprendente.
Conté tres Rolls en los primeros minutos. De ellos bajaban jóvenes golosísimas
con vestidos bastante escandalosos (¡qué pretendía en la zona más de moda!),
guapísimas y candidatas a Bella de la Tierra, si no fuera porque no parecía
interesarles nada más que el lujo y el dinero.
Acompañándolas iban una “convención
de divis”, los gigantes de fuerza descomunal y colosal de los cuentos.
Vamos, tíos modelo armario ropero o quarterback de fútbol americano de
rostros rocosos y con pinta de no querer hacer amigos. Me asusté porque los divis
de los cuentos se alimentaban de carne humana. ¡Dios mío, esas chicas estaban
en peligro! Estas criaturas destructivas, de enormes bigotes (los de la calle
llevaban todos barba de varios días) eran rudas y secuestraban hermosas
doncellas (los fulanos con los que me cruzaba tenían un gusto inmejorable) que las
encerraban bajo tierra (pensé en los bunkers) o en aislados palacios. Eso sí,
no vi a ninguno con un solo ojo, como los cíclopes. Menos mal que acababan
siendo derrotados por la sagacidad y la astucia de los héroes. Respiré algo más
tranquilo y seguí bajando por la calle.
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