Cuando salí del museo el tiempo
había cambiado. Lucía el sol y picaba en los ojos. Me hice una foto ante el
típico montaje con corazoncito y el nombre de la ciudad (en este caso, sus
siglas) y, por supuesto, con Skanderbeg, el héroe que dominaba la plaza desde
la altura de su caballo. En tiempos de Hoxha, el lugar lo ocupaba una estatua
de Lenin. También una estatua de 8 metros en bronce del dictador. Por supuesto,
entré en uno de los templos de los libros del país, la librería Adrion. Era un
placer comprobar el lugar que la cultura ocupaba en el corazón de los
albaneses.
La tolerancia religiosa de la
que habían hecho gala los albaneses desde hacía siglos (con el paréntesis de
política fomentando el ateísmo durante la dictadura) se manifestaba en la
alternancia de templos de distinto signo en espacios relativamente pequeños.
Desde la plaza intuía la catedral ortodoxa, visitaría horas después la católica
y durante el viaje entraríamos en contacto con la rama mística musulmana de los
bektashies. Era el momento de visitar una de las mezquitas más hermosas e
interesantes de Tirana: la de Et’hem Bey. La volví a visitar al final del viaje
con el mismo placer que la primera vez.
A primera vista, y desde lejos, la
mezquita podría decepcionar al visitante. Quedaba encajada, por un lado, por
dos altos rascacielos en construcción (horroroso telón de fondo), no era muy
grande y sólo gozaba de un minarete. Nada que ver en ese aspecto con las
grandes mezquitas de Estambul (una de ellas con seis minaretes, lo que
equivalía a la máxima categoría). Sin embargo, el tamaño no era importante y al
acercarse y, sobre todo, al penetrar en su interior, cautivaba de forma
inmediata. En aquel momento había poca gente visitándola o en oración.
Su construcción era reciente. Se
inició en 1789 a instancias de Molla Bey y la concluyó su hijo Haxhi Et’hem Bey,
en 1823. En Albania las mezquitas no suelen llevar nombres de santos y es habitual
que adopten el nombre de quien fomentó su construcción. Los italianos dictaron
leyes para protegerla y los comunistas no se atrevieron a dejarla en manos del
abandono, como otros muchos lugares de culto.
Captaba la atención la
decoración vegetal y floral de gran elegancia sobre los arcos del pórtico, que se
prolongaba en el patio cubierto y eclosionaba en la sala de oración. Desde la
cúpula, los muros o el mihrab todo estaba cubierto con esos frescos que
iluminaban el alma. Junto al mimbar un anciano leía el Corán y otros dos
hombres aprovechaban la luz exterior para concentrarse en los textos sagrados. La
parte superior recogía escenas de ciudades como Estambul o La Meca, otro
aspecto bastante llamativo.
Retengo la calidez de esa
experiencia como uno de los momentos más intensos del viaje.
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