Para entrar en calor nada como
un capuchino (o una birra spina media, cuatro euros) en el bar Giuseppe,
enfrente de la Iglesia. La pastelería es suculenta.
Tomamos por via Rizzoli, cómo
no, elegante y soberana, hacia uno de los elementos más característicos de la
ciudad: las dos torres de Asinelli (de los asnos) y Garisenda, del siglo XII.
El mayor periodo de prosperidad
de Bolonia fue entre los siglos XI y XIV, el período denominado de la Commune,
cuando aspiró a ser una ciudad libre. Fue la época de la Liga Lombarda contra
el emperador Federico Barbarroja (1164), la fundación de la Universidad (1088),
la expansión de la ciudad, las luchas entre Güelfos y Gibelinos, entre
partidarios del Papa y del emperador. También de la edificación de torres de
vigilancia o de defensa. Muchas de las doscientas que jalonaban el cielo urbano
desaparecieron. Exhibían el prestigio de las grandes familias.
Imaginamos el efecto que tendría
sobre el caminante que entraba a la ciudad por la puerta de Rávena. Dos
enhiestas torres altas y delgadas, la Garisenda ligeramente inclinada, sus
muros exclusivamente adornados por las ventanas.
Subir a la torre Asinelli, de 97
metros, es un esfuerzo de 498 escalones. Convencemos a Amparo para la hazaña y
nos introducimos en el interior. Unos tubos sujetan la estructura como
andamios. No es que esté muy limpia. El aire penetra en ocasiones con violencia,
percute sobre los plásticos desprendidos que han sustituido a los cristales,
falta el aire en el ascenso. Nos vemos obligados a parar por la estrechez que
impide pasar a dos personas en distintos sentidos. En lo alto nos sorprende la
tormenta. Asomarse es peligroso. No podemos disfrutar de las estupendas vistas
aunque quedan unos instantes para captar esas imágenes. Oteamos los tejados,
que tanta impresión dejaron en el escritor alemán Goethe, que mantenía que la
inclinación de la otra torre era intencionada para diferenciarse de las otras
numerosas torres. La vista no alcanza demasiado lejos en el horizonte. Las
agujetas están garantizadas.
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