Muchas curiosidades se
concentran apiñadas en las rutas secundarias, en un dédalo de codos y recodos,
de encrucijadas, de estrechos pasajes, de lugares propios de un duelo o una
seducción a la luz de la luna, escenarios de opereta, de lance, de espadas que
defienden el honor de quien las porta.
Atravesamos la plaza Rossini
hacia San Vitale, el palacio Fantuzzi, la Strada Maggiore y Santo Stefano. Por
los soportales, porque el aguacero es épico. Donde no los hay se cala uno, a
pesar de los paraguas.
La plaza de Santo Stefano es
triangular, como un abultamiento geométrico de la calle, con vistosas arcadas y
soberbios palacios. Paramos a contemplarla porque merece la pena. Por cierto,
por Corte Isolani, una galería comercial cubierta, hubiéramos llegado sin
mojarnos. El palacio que la alberga es muy bonito.
La abadía de Santo Stefano es
conocida como las siete iglesias. Es un complejo de construcciones religiosas
que se han superpuesto sin aparente orden hasta formar un laberinto que es de
obligada visita.
Dos mil años de historia se
acumulan entre sus muros y patios, desde la época romana, con un oratorio sobre
un manantial santificado con agua traída del Nilo, hasta nuestros días. De
templo de Isis a la iglesia principal de los lombardos o abadía benedictina.
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