El Rey Sakkarine no pudo
impedir el Protectorado Francés así que procuró que la convivencia fuera buena
y provechosa para ambas partes. Ese espíritu regenta la calle que le dedicaran,
que atraviesa toda la ciudad desde la punta de esa nariz que olisquea en la
confluencia de los ríos.
Qué mejor convivencia que unir las bellezas arquitectónicas: a un lado templos, a otro, casas coloniales. Contrapunto oriental al gusto francés.
Los tejados van cayendo escalonadamente, como capas que se superponen. En lo alto, una figura esbelta tira de ellos hacia el cielo y los mantiene erguidos y tiesos. Un ejército de serpientes defiende el edificio: en la escalera, en los aleros, en las metopas. El dorado impera.
En los templos las historias corretean por las entradas. Son escenas cotidianas, escenas sagradas, escenas épicas. Los personajes se mueven incesantemente por el muro. Una figura estática en la posición del loto quizá es la encargada de imponer el orden.
En el interior del “sim”, la sala de oración, cientos de pequeñas figuras de Buda se protegen en nichos. Una reiteración dorada trepa hasta el techo: flores, bailarinas, animales inclasificables…
Respira y el aire que inspiren tus pulmones ofrecerá una conversación mística a tu espíritu.
Paseamos por los patios, pequeños vergeles, entre las stupas, hasta las residencias de los monjes, entre pabellones y capillas.
Los colonizadores dejaron hermosas casas que ahora disfrutamos convertidas en hoteles, casas de huéspedes y restaurantes. Sin ostentación, sus dos alturas dejan constancia de esa época y se han integrada al paisaje de templos. No se sabe qué identifica más a Luang Prabang.
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