En el pasillo que va desde el
metro hasta la terminal 1 de Barajas nunca me había dado cuenta de una peculiar
estatua de un anciano barbudo, como de otra época, que espera en un banco. Si
no me equivoco, su rostro es sonriente.
Quizá no lo había visto porque
está en un lugar en que lo habitual es observar cómo los viajeros esprintan
para alcanzar cuanto antes los mostradores de facturación. El tiempo es oro
para quienes toman vacaciones y quieren aprovecharlas a tope. O, simplemente,
llevan prisa, vete a saber por qué. Les espera la cola de facturación, la del
control de seguridad (sacar el ordenador, los líquidos, los objetos de metal…),
un paseíllo por las tiendas libres de impuestos y, antes, si procede, un
control de pasaportes.
Me lo tomé con calma. Incluso
estuve a punto de facturar el trolley, a pesar de que mi billete
prioritario me permitía llevarlo en cabina junto con la mochila. Había llegado
con bastante tiempo y me tomé los trámites casi como una distracción más, aunque
fuera absurdo.
Me intranquilizó la fama de
impuntual de mi aerolínea y confié en que en esta ocasión rompiera su dinámica
negativa. Me senté a leer un rato y traté de adivinar quiénes serían los otros
dos compañeros de grupo que viajaban, como yo, desde Madrid. El resto, llegaría
un día después desde Barcelona.
En contra de mis negativos
vaticinios, el avión salió en hora y llegamos puntuales. Había “disfrutado” del
vuelo junto a dos chavalitas de unos 20 años con un pavo exacerbado, como dos
Kardashian adolescentes de padres albaneses. Supuse que habían nacido y se
habían criado en nuestro país. Si no fuera por su conversación (no paraban de hablar
atropelladamente) no lo hubiera deducido ya que no tenían acento. Sus padres
debieron emigrar, trabajar duro y labrarse con dificultad un futuro que ahora
aprovechaban estas crías malcriadas, superficiales, consumistas, sólo
interesadas en la ropa, los chicos y salir de marcha. Tampoco es que fueran muy diferentes de otros jóvenes de otros paises occidentales.
Después de un paso de aduana
suave salí y allí encontré a Julian (sin acento en su versión albanesa) con un
cartel en tanto cochambroso. Hablaba un poco de español y, aunque parecía serio,
era amable y servicial. Sería nuestro conductor en el recorrido y demostraría
ser una persona magnífica.
Mis compañeros eran Cristina y
Gustavo. En aquel momento, con el cansancio, no resultaron demasiado
comunicativos. Sin embargo, serían mis principales compañeros a lo largo del
viaje. Cuando nos entregaron las llaves en la recepción del hotel no quedamos
para disfrutar del día libre juntos. Cada uno marcaría sus tiempos.
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