Los árboles esconden los
dedos de sus raíces en la corriente del río. Nadie sabe si para alimentarse,
para refrescarlos o para prolongar en la orilla su crecimiento.
Van formando una barrera densa y uniforme. Por los claros se filtran los habitantes del campo, los búfalos, los trabajadores, raramente algún turista. A la sombra del árbol y a la frescura del agua se concita una parte de la vida cotidiana de los campesinos.
Los observas rectos, como soberanos, inclinados, como si hubieran interrumpido su trayectoria descendente o hubieran querido cortar la tendencia a la verticalidad imponente, arrojados, como valientes guerreros en futuras reencarnaciones, arrugados, como si sus troncos fueran las columnas de los ancianos que caminan por la calle.
Su sombra es una bendición y entre sus ramas se convoca una tertulia de aves e insectos. Los humanos prefieren la menos enmarañada base. Al árbol le encantaría participar en el diálogo pero le cierran el paso los lenguajes desconocidos, por lo que no le queda otro remedio que comunicarse por signos: el agitar de sus hojas y ramas.
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