La lluvia se manifiesta
con impertinencia, como un camorrista provocador que insta a cualquiera, sin
discriminación, a aceptar su reto. Golpea con insistencia los tejados, las
barandillas de los porches, las ramas de los árboles, las calzadas y las
aceras.
Sin embargo, es más práctico ignorar sus malos modos, resguardarse de su ira y contemplar cómo su fuerza se desvanece en unos minutos. Pasado un rato sólo la humedad, que se pega como una hembra en celo, recuerda el paso bravucón de una escena del monzón.
Le gusta pavonearse por la tarde, a veces después de comer. Cuando aparece, mejor no interponerse en su camino. Mejor disfrutar de su espectáculo durante un instante. A cubierto.
Vela la visión con su cortina de agua y permite que la imaginación cree figuras que no existen. Para que los espíritus deambulen con libertad al menos durante un rato.
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