Las flores de frangipani
son como stupas. Sus cinco pétalos se recogen formando una campana. Los
pistilos, escondidos tras la corola, son las reliquias guardadas entre
fragancias.
Las flores se han derramado por el suelo y tenemos la impresión de que una pléyade de muchachas las han esparcido por nuestro camino para hacer más memorable nuestro ascenso al Monte. Sólo a los grandes personajes se les precede de ofrendas florales.
De las flores blancas emana un perfume de santidad. Ese perfume, el silencio y el recogimiento del sol que va en descenso exaltan lo más profundo de nuestro cuerpo. La única solución es un atardecer mágico desde la cima.
Una flor que es stupa tiene algo de sagrado. Una escalera que se eleva entre flores sagradas no puede conducir a otro lugar que a una montaña divina. Es un ritual para todas las religiones, incluso para los descreídos. Bajo las ramas, que regalan la única sensación fresca en el calor agobiante, la senda iniciática se acopla a las rampas de la montaña. Un hermoso y enorme árbol es el primer santuario. Una mujer del lugar se arrodilla y deposita sus ofrendas florales.
La humedad se persona en nuestra piel. Quizá el sudor es purificación previa a la entrada en el recinto consagrado. Desliza su tacto desde la cabeza. Habrá que acostumbrarse a su compañía.
Abajo queda el Palacio y junto a él los primeros vendedores de la tarde. Con la altura, la ciudad pierde presencia y el río se evidencia como un elemento intermedio hacia las montañas. Todo va adquiriendo un color cobrizo. El contraluz impone sombras.
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