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Estampas de Luang Prabang 21 (Laos 2006). Ocaso en Nam Khan.


 

Dos niños se protegen bajo un paraguas. No llueve y el sol está velado por las casas. Lo retiran en un movimiento rápido y afloran sus risas. Vuelven a esconderse. Se consideran invisibles para los otros que juegan con ellos. El escondite es infalible.

Las casas que ocultan el sol están desvencijadas y no les vendría mal una reforma o una mano de pintura o de barniz. No son casas reconvertidas para el turismo, casas de huéspedes u hoteles sino residencias de los habitantes de la ciudad. Las risas y los juegos infantiles regalan vida a la quietud natural.

Desde el balcón una madre observa a los niños. Su mirada perdida está inoculada de ausencias. Nada percibe de los dos chavales que se han fabricado unos zapatos con dos cocos que retienen con cuerdas que accionan como si fueran marionetas. Su imaginación es su mejor juguete. Otros más pequeños se contentan con la arena. La mueven a un lado y a otro.



Paseamos al ocaso para descubrir el otro lado de la ciudad, el otro río, la otra vertiente, la del Nam Khan, que toma su última curva con un amplio arco. En sus orillas descansan las largas barcas amarradas. Se vislumbra el puente, asoma un templo de oro.

Nos sentamos a disfrutar esa estampa. Merodea ante nuestros ojos sin alteración.

Al pie del Monte Phousi, Wat Pafang se yergue en silencio. Más allá, la figura de una cara humana, con un agujero por boca, por la que desagua Wat Pha Khe nos sirve para bromear.



Con su mirada dibuja un atardecer opaco, de contraluces. Quizá el mismo color que aflige su corazón melancólico. Los rayos del sol no alcanzan este lugar. Tampoco impregnan su pensamiento.

La luz artificial ilumina la calle y los comercios. La actividad mercantil es tranquila. Tan tranquila como la vida en esta ciudad.

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