Los campos de arroz están
inundados y reflejan con mimo los rayos del sol. Trazan ondas, las ondas se
escalonan y forman un juego de líneas y planos de una exquisitez envidiable.
Piensas si los trazaron expertos paisajistas para deleite de los viajeros. Son
belleza sublime de un verde enardecido.
M suelta su cabello azabache que se despeña por su cuello hasta los hombros. Esa cascada oscura es el contraste a la clara caída del agua que se derrama desde lo alto de la montaña. Menos mal que no tengo que elegir entre las cataratas de Kuang Si y la melena de M.
Ascendemos por un camino, llamamos la atención del tigre blanco que dormita y no nos hace caso y contemplamos la cascada desde una pequeña poza. La melena blanca se arroja desde muy alto, desde la cima, entre árboles y rocas. Su fuerza es hermosa, su clamor insistente, su frescor una delicia.
Atravesamos el puente hasta la base. El cuerpo de M con la catarata al fondo exalta mi sensibilidad. Es la ninfa del lugar. A través de la selva remontamos hasta la zona intermedia. La violencia es más evidente y el sonido penetra hasta el cerebro. A nuestros pies, el estrecho valle por el que desaparece el agua. Sentimos vértigo al mirar hacia abajo y nos sentimos empequeñecidos al trazar la vista hacia el cielo.
El caudal se escalona: pequeños torrentes y charcas se alternan. Las aguas se extienden por todas partes. La sombra de los árboles las bendice. Aunque la escena permanece nunca es la misma. El agua fluye y es sustituida por otra idéntica que se derrama por los hombros de las piedras. El pelo de M se agita por la brisa. Ese movimiento nunca volverá a ser el mismo. Me consuela que los futuros me producirán el mismo nivel de satisfacción.
Descansamos y nos refrescamos en una extensa compañía. M se dora al sol y ofrece al paisaje su cuerpo en una ofrenda que nos deparará felicidad en el viaje.
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