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Estampas de Luang Prabang 17 (Laos 2006). Cuevas.




 Las orillas cautivan por la variedad de las escenas: campesinos que bajan con sus búfalos, redes que descansan después de sus capturas, barcas amarradas o que quedan atrás, cabañas donde se descansa, personas que observan, otras que trabajan. Y la sensación de impenetrabilidad en cuanto abandonas esa primera cinta vegetal.

La sucesión de montañas se prolonga hasta el horizonte y cierra el acceso al avance. Nos detenemos en una aldea. En altos bidones preparan la bebida que alterará sus mentes, el Lao lao. Las mujeres tejen con utensilios primitivos. Una gallina controla a sus polluelos.



Un pequeño templo es la imagen de devoción que resume la religiosidad del pueblo. Los monjes de telas naranjas se afanan en su trabajo y caminan con decisión.

M recorre el pueblo repartiendo sonrisas y captando imágenes y sensaciones.

Las Cuevas son los ojos del rostro de la montaña o, quizá, su ombligo. Otra similitud con M. Desde el agua, la cueva abre su boca y da acceso a las entrañas. Los genios acuáticos fueron aquí adorados pero los millares de estatuas de Buda los han desplazado. Las figuras son valiosas tallas o sencillas y pequeñas que trepan por todos los rincones hasta una pequeña stupa dorada.



Para las ofrendas, un altar que da al río. Se acercan los viajeros y encienden barritas de incienso que impregnan el ambiente. El humo asciende y puede que arrastre en su elevación a las almas. Los sentidos se alteran por la magia mística del vientre de la montaña.

La casa de los espíritus goza de la sombra de tres frondosos árboles, tres forzudos al servicio de lo inmanente. Tan sencilla como atractiva, un rayo de sol la ilumina.



Una figura dorada y voluminosa monta guardia a la entrada de la cueva superior. La linterna deroga la oscuridad y abrirá los ojos hacia las pinturas, los toscos altares que son una parte de la montaña y la prolongación de las imágenes de Buda. La humedad envuelve nuestros cuerpos.

Las Cuevas transmiten armonía. Como el cuerpo de M.


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