A un niño le encantaría porque
navegamos por un río de chocolate. Raro es el niño al que no le gusta el
chocolate, los dulces, las golosinas. Aunque ante una cantidad tan inmensa de
chocolate cabe el peligro de empacharse con la mirada y no apreciarlo con el
paladar lujoso de sabores. Alguno de los niños que asoma entre el verdor de las
orillas puede que le pase algo de eso y que ya no lo aprecie en ese sentido.
Pero ahí están dispuestos a jugar con él y se descuelgan de una rama con
estruendo o chapoteando y se salpican con alegría.
Nuestra embarcación es una larga y estrecha barca de madera similar a las que surcan continuamente las aguas. Vamos solos. Es una flecha a la que han impulsado con poca tensión del arco. Avanza algo pesarosa contra la corriente que arrastra tierra y lodo. En época de monzón el arrastre es abundante y tiñe al Mekong de marrón.
Las nubes grises cubren el cielo. Con las colinas tupidas generan un temperamento oscuro. La cubierta garantiza cierta salvación frente a las posibles inclemencias del tiempo, aunque al ir abierta por los lados calarse sería lo más normal. A través de este ventanal continuo y sin cristales se divisa el paisaje del río.
No imaginaba que el paisaje y la orografía de Luang Prabang contuvieran tantas similitudes con la orografía de M. Las montañas son tan deseables como sus senos, el río es de una longitud inmensa, como sus piernas, la selva es tan inaccesible como sus pensamientos, su vientre es tan misterioso como las Cuevas de Pak Ou, hacia las que nos dirigimos. La ciudad es tan acogedora como sus abrazos, tan atractiva como su mirada. Cuando termine el viaje sólo tendré que observarla y veré las sinuosidades del Mekong en la forma de sus caderas, el sonido de las cascadas en su sonoro entusiasmo.
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