Los ferrys salían cada media
hora. Nos quedamos a punto de embarcar en el de las 12:30 y lo hicimos en el de
la una. Era un trayecto corto, de unos 15 ó 20 minutos. Las islas eran
tablillas flotantes sobre el océano. Su alzado era pequeño.
En Clinton entramos en un
restaurante muy típicamente americano y sacamos, esta vez sí, las tarjetas de
embarque. Las hamburguesas y el fish and chips estaban francamente
buenos. Quien parecía ser el dueño era algo hosco. Nos puso problemas para
darnos las claves de la wifi. Sin embargo, la camarera, que estaría
aproximadamente por nuestra edad, transmitía ese encanto servicial que es
propio de los camareros estadounidenses. Será por las propinas o por su
espontaneidad natural.
Regresamos al coche y fuimos
disfrutando de un paisaje bucólico, sencillo, donde parecía que los males del
capitalismo o la hiper competencia pasaban a un segundo plano. Nos recordaban
que había que disfrutar de la vida sin olvidarse de trabajar razonablemente
para que nadie nos regalara nada. Eran pequeñas comunidades donde la solidaridad
era máxima. Me recordaba, lógicamente, aquella fabulosa excursión improvisada
con mi amigo Ángel de hace 15 años, a la que me he referido en otras ocasiones.
Me pregunté si no habíamos estado en esa isla en nuestro periplo para regresar
desde Port Townsend, al otro lado de un brazo de mar.
La gente era indefectiblemente grunge,
auténtica, espontánea, nada premeditada en la composición de su atuendo, como
la de Seattle. Aquí los granjeros vestían así no para aparentar una idea de
vida. Vestían así, con barbas largas y melenas porque lo habían mamado.
Las praderas se alternaban con
bosques de coníferas. Era impresionante el número de iglesias de diferentes
variedades de cristianos que poblaban la isla. En muchos casos, estaban unas
frente a otras. Supongo que la convivencia era total.
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