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Viaje a Alaska y Canadá 169. El cansancio nos llena de tristeza.


 

Según se acercaba el final del viaje crecía un sentimiento de tristeza. Porque las vacaciones se acababan, se terminaba el disfrute de las sensaciones que todo viaje conlleva. También crecía el deseo de regresar a lo conocido y terminar con las incomodidades que son consustanciales a los viajes. Deseabas recuperar tus seguridades, aunque esas seguridades fueran más aparentes que reales. Para mí supondría continuar con el reto de encontrarme conmigo mismo, de volver a buscar el rumbo que hacía tiempo había perdido y que me había sumido en la indiferencia, dejando que los días se deslizaran sin un contenido satisfactorio. A veces, necesitamos una crisis profunda para reaccionar y dar un giro acorde con el vacío generado.

El cansancio acumulado provocó que nuestro deseo de disfrute fuera decayendo. Vagábamos un poco como zombies, sin esa chispa que caracterizaba los primeros días. Por mucho que quisiéramos dosificar, al final se imponía estrujar el tiempo y disfrutarlo. Ya descansaríamos al regreso.

Nos levantamos poco antes de las 8, todo un lujo para estos viajeros madrugadores. Nuestra trayectoria había sido exigente y casi acaté con gusto despertarme a los 8 para iniciar mis jornadas de trabajo.

La idea era salir a las 8:30, pero nos lo tomamos con calma ya que no había ningún límite temporal que hubiera que respetar. Nos esperaban unos 300 kilómetros, unas compras en un outlet, una excursión por las islas de Puget Inlet y el temible paso de la frontera. Finalmente, salimos a las 9. Nos entretuvimos un poco más porque la joven de recepción que atendió a José Ramón y Javier era peruana, de Lima, y estuvieron charlando sobre el país un rato. A Jesús y a mí nos había atendido correctamente una persona con apellido musulmán. Estábamos en territorio cosmopolita.

Tomamos la autopista 5, bastante despejada, y alcanzamos las inmediaciones de Seattle en menos de media hora. No nos preocupamos por tomar la otra vía paralela y más alejada de la ciudad. Apareció el poderoso skyline. El tiempo era gris, como correspondía a la ciudad más lluviosa de los Estados Unidos. Nos había gustado, aunque no nos había llegado a cautivar tanto como Vancouver. Indudablemente influyó que la ciudad canadiense la visitamos al principio del viaje, cuando todo era ilusión, recién estrenados. También porque hizo buen tiempo. Seattle fue el penúltimo destino y nuestro ánimo no era el mismo.

Asomaban las casas salteadas en el bosque del lago Washington, tuve la impresión de que nos saludaba la bahía, lagrimeaba el cielo, como si le diera pena que nos fuéramos y no supiera si volvería a vernos. También llovía en nuestros corazones y por eso íbamos en silencio, cada uno refugiado en sus pensamientos, en sus recuerdos o en lo que le esperaba al llegar el lunes. Quedaba poco tiempo de disfrute.

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