Según se acercaba el final del
viaje crecía un sentimiento de tristeza. Porque las vacaciones se acababan, se
terminaba el disfrute de las sensaciones que todo viaje conlleva. También
crecía el deseo de regresar a lo conocido y terminar con las incomodidades que
son consustanciales a los viajes. Deseabas recuperar tus seguridades, aunque
esas seguridades fueran más aparentes que reales. Para mí supondría continuar
con el reto de encontrarme conmigo mismo, de volver a buscar el rumbo que hacía
tiempo había perdido y que me había sumido en la indiferencia, dejando que los
días se deslizaran sin un contenido satisfactorio. A veces, necesitamos una
crisis profunda para reaccionar y dar un giro acorde con el vacío generado.
El cansancio acumulado provocó
que nuestro deseo de disfrute fuera decayendo. Vagábamos un poco como zombies,
sin esa chispa que caracterizaba los primeros días. Por mucho que quisiéramos
dosificar, al final se imponía estrujar el tiempo y disfrutarlo. Ya
descansaríamos al regreso.
Nos levantamos poco antes de las
8, todo un lujo para estos viajeros madrugadores. Nuestra trayectoria había
sido exigente y casi acaté con gusto despertarme a los 8 para iniciar mis
jornadas de trabajo.
La idea era salir a las 8:30,
pero nos lo tomamos con calma ya que no había ningún límite temporal que
hubiera que respetar. Nos esperaban unos 300 kilómetros, unas compras en un outlet,
una excursión por las islas de Puget Inlet y el temible paso de la frontera.
Finalmente, salimos a las 9. Nos entretuvimos un poco más porque la joven de
recepción que atendió a José Ramón y Javier era peruana, de Lima, y estuvieron
charlando sobre el país un rato. A Jesús y a mí nos había atendido
correctamente una persona con apellido musulmán. Estábamos en territorio
cosmopolita.
Tomamos la autopista 5, bastante
despejada, y alcanzamos las inmediaciones de Seattle en menos de media hora. No
nos preocupamos por tomar la otra vía paralela y más alejada de la ciudad.
Apareció el poderoso skyline. El tiempo era gris, como correspondía a la
ciudad más lluviosa de los Estados Unidos. Nos había gustado, aunque no nos
había llegado a cautivar tanto como Vancouver. Indudablemente influyó que la
ciudad canadiense la visitamos al principio del viaje, cuando todo era ilusión,
recién estrenados. También porque hizo buen tiempo. Seattle fue el penúltimo
destino y nuestro ánimo no era el mismo.
Asomaban las casas salteadas en
el bosque del lago Washington, tuve la impresión de que nos saludaba la bahía,
lagrimeaba el cielo, como si le diera pena que nos fuéramos y no supiera si
volvería a vernos. También llovía en nuestros corazones y por eso íbamos en
silencio, cada uno refugiado en sus pensamientos, en sus recuerdos o en lo que
le esperaba al llegar el lunes. Quedaba poco tiempo de disfrute.
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