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Viaje a Alaska y Canadá 164. Disfrutando de la Bahía: los muelles.


 

La ciudad había convertido una parte de sus antiguos muelles en locales de ocio. Las ciudades portuarias no podían vivir de espaldas al mar y habían transformado estructuras inútiles en sofisticadas instalaciones con restaurantes, galerías de arte, acuarios, museos, terrazas con vistas al mar, viviendas con magníficas perspectivas, oficinas que impresionaban a los clientes. El puerto activo se trasladó a lugares más propicios. Seattle no era una excepción a esa tendencia.

La mañana seguía sin provocar la sonrisa del cielo y su aspecto era uniformemente gris. Incluso cayeron unas gotas para ratificar la fidelidad de la ciudad a la lluvia. El paseo junto a los muelles estaba bastante solitario. A su costado, la Alaskan Way. Tuve la impresión de que algo había cambiado en el planeamiento de la zona y que el tráfico por la calle era mucho más activo hace unos años. Quizás la explicación estaba en las obras que algo más abajo, hacia Pioneer Square, ocupaban la calle. Me pareció que había más edificios modernos que iban trepando por la cuesta. La carretera elevada que recordaba era el Alaskan Way Viaduct. Quizá todo se debía a que yo había cambiado mucho más que la ciudad y sus vías de comunicación.



Desde Pier 70 (muelle 70) la numeración de los muelles iba en descenso. Me gustaban esas construcciones lozanas y modernas sobre troncos de árboles que acumulaban moluscos. Por su posición, las mareas eran de una variación considerable.

A aquella hora las terrazas estaban recogidas y un sentimiento de tristeza crecía en nuestro ánimo. Vagábamos sin demasiado espíritu, sin emocionarnos por las sencillas imágenes de un barco que avanzaba a bastante velocidad o por el ruidoso vuelo de las gaviotas. Las terminales de ferrys y de contenedores habían tomado velocidad de crucero. Nos acercamos al acuario. La noria del Pier 57 marcaba una de las referencias del paisaje urbano y marítimo. Desde Miner’s Landing partían los mineros hacia Alaska y el Klondike durante la Segunda Fiebre del Oro.

Era el momento de tomar un café, recuperar la temperatura corporal y conectarnos a internet para ver nuestros mensajes.

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