Seattle es una ciudad próspera,
dinámica, de tamaño mediano para los cánones americanos, con buenos museos, una
atractiva vida nocturna y cultural que se asoma a una bahía impresionante,
ideal para resguardarse de las furias del Pacífico. Su zona antigua es pequeña.
Se remonta a finales del siglo XIX. Está bien cuidada y es uno de los orgullos
de la población. Sus rascacielos forman el típico skyline que
ejemplifica la pujanza económica y la devoción por la vanguardia
arquitectónica. Aquí nacieron Microsoft o Starbucks. Aunque Boeing haya
trasladado su sede central a Chicago, la mayor parte de los trabajos
industriales se siguen realizando en la zona del Estado de Washington.
Su mayor inconveniente es el
clima. Llueve durante muchos días del año y el verano queda reducido a una mínima
expresión. Sale el sol y todo el mundo se lanza con ansiedad a tomar las
calles. Es un bien demasiado escaso para no hacerle los honores cuando se
decide a salir y dar la cara.
Me gusta Seattle. Lo conocí por
primera vez en agosto de 2007. Fue nuestra segunda etapa. En Chicago, sobre la
marcha, decidimos tomar un vuelo y plantarnos en la cosmopolita ciudad grunge.
Ni siquiera habíamos reservado hotel, algo impensable en esta segunda ocasión
en que la reactivación del turismo, cuando se alzaron muchas restricciones,
había supuesto el cartel de completo por todas partes. Y a unos precios
ciertamente escandalosos. En aquella ocasión nos hospedamos en el Moore,
un hotel que podríamos calificar de diseño mochilero, bien situado y divertido.
Sí, lo podríamos calificar como grunge. En aquella ocasión pensamos que
era algo así como de pordioseros de diseño o vagabundos con encanto. El
personal que pululaba por allí vestía pantalones enormes que se descolgaban
desde la cintura, caídos, camisetas berracas y se adornaba con barbas y
perillas de pioneros. Inconformistas que se pliegan al consumismo, aunque lo
critiquen.
Grunge procede
del término en jerga grungy, sucio. El sonido que generaban grupos como Alice
in Chains, Pearl Jam y Nirvana, de guitarras y baterías poderosas
que acompañaban a letras que expresaban marginación, marcaba ese matiz,
bastante afianzado. De la música pasó a la cultura. Incluso a la forma de
vestir, como apreciamos en el Moore y también en esta visita. Lo grunge
era una llamada a la conciencia social para desencantados y pasotas. A mediados
de la década de 1990 empezó su declive.
En esta ocasión el tiempo fue
otoñal, de cielos cubiertos dispuestos a descargar al menor despiste. Por la
tarde abrió un rato y nos devolvió el buen humor y las amplias sonrisas.
Sentíamos que el viaje se acercaba a su fin y que el cansancio oscurecía
nuestro ánimo y nuestra percepción.
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