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Viaje a Alaska y Canadá 159. Una Excursión por la bahía.


 

En el verano de 2007, en aquel viaje al que he hecho referencia en alguna ocasión, un episodio de mala suerte (la avería de un barco) nos impidió conocer las islas de San Juan. Una de ellas se denominaba isla Orcas y la otra isla López. Conservaban algún topónimo más de nuestros exploradores de los siglos XVI y XVIII. Buscamos alternativas sobre la marcha y tomamos los Washington State Ferries hasta Bremerton. Nuestra idea era visitar alguna de las islas de la bahía, una bolsa repleta de ellas, como verificamos desde el avión que nos transportó desde Chicago. La bahía era larga y bien resguardada con aquellos puntitos colocados unos al lado de los otros, sin aparente orden. Parecía que la tierra se hubiera desgarrado y hecho añicos y sus partículas se hubieran acomodado en una herida abierta que era el mar, paralela al océano Pacífico. Recordamos que por aquí estuvieron los españoles: Juan de Fuca en 1576, Juan Pérez en 1774, Francisco Eliza y Manuel Quimper en 1790. Esa navegación y exploración, que alcanzó Alaska, recorrió estos lugares, los cartografió y los marinos españoles tomaron posesión, aunque de forma efímera, de estos lugares. Una hazaña muy minoritariamente conocida por los españoles y mucho menos por los actuales norteamericanos. Si no conocemos nuestro pasado malamente lo vamos a poder reivindicar frente a otros que están empeñados en eliminarlo u ocultarlo.



Aquella excursión en ferry nos permitió contemplar la ciudad de Seattle desde el mar: los muelles, el estadio, el puerto, la Space Needle, las colinas, el skyline, las casas de las afueras que se ocultaban en el frondoso bosque uniforme. La naturaleza se imponía a la urbanización.

Lo más divertido de aquella pequeña aventura fue la improvisación: no habíamos trazado una ruta. La fuimos creando conforme alcanzábamos el siguiente lugar. Preguntábamos, nos daban una referencia, nos desanimaban con las complicaciones para empalmar un tramo con otro y nos decidíamos por lo que aparentemente, para la gente local, era imposible. Acumulamos una tonelada de folletos de la zona que es probable que aún estén escondidos en algún rincón de mi casa.



Dimos un paseo por Bremerton, en el condado de Kitsap, comprobamos que aquello estaba demasiado tranquilo, nos asomamos al Museo de Kitsap y al Historic Art District, contemplamos el USS Turner Joy, el barco que acogía el museo Naval, paseamos por un parque coqueto y tomamos un delicioso desayuno. Ese podría ser el perfil tipo de las actividades a realizar en muchas de las pequeñas poblaciones que se podían visitar al desviarse de la carretera hacia la costa o al saltar a esas islas bajas y atrayentes.

Recuerdo con cariño nuestros trayectos en bus. Nos permitieron entrar en contacto con una población que carecía de coche, un elemento omnipresente en la vida americana. Era de escasos medios económicos. Aquellos autobuses de edad indefinida, como de colegio de las películas, representaban la realidad tranquila y rural del país más competitivo del mundo. En el autobús parecía que no existía la palabra estrés.

El autobús 14 nos llevó a Silverdale y el 32 a Poulso. Una ancianita cariñosa, como de cuento de hadas, nos aconsejó tomar el bus de Jefferson Transit hacia Port Townsend, en vez del 92 a Kingston, que quizá nos hubiera complicado el recorrido. Recuerdo que escribí sobre aquel trayecto:

El mar encajado en rías y entre islas se asoma entre los árboles de troncos altos. Se intuye el paisaje más allá del bosque cercano a la carretera. Conduces por una vía que es amplia, te desvías hacia un pueblecito, se marca una incursión por una colina, baja con precaución y por un instante se accede a un mirador privilegiado. Conocer la zona con lentitud permite empaparse de ella.

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