Lo más reseñable de nuestro
vuelo de Calgary a Vancouver fue sobrevolar una zona de altas montañas con
picos nevados. Por el tiempo que llevábamos de vuelo no cuadraba con los
lugares visitados. Sin duda, eran las Rocosas. Aquellas montañas sobrecogedoras
que nos empequeñecían eran ampliamente superadas por las alas del avión. Siempre
hay alguien o algo que está por encima de nosotros en algún momento o en todo
momento, tanto en lo físico como en otros aspectos de la vida, lo que es una
gran enseñanza para saber cuál es nuestro lugar en este mundo. Me puse
trascendental con esa hermosa visión con las nubes, siempre las nubes,
acariciando la cabellera blanca de las montañas.
La segunda sorpresa fue
comprobar desde estas alturas privilegiadas que nos convertían en espectadores
privilegiados, que Vancouver y su área metropolitana eran mucho más grandes de
lo que imaginábamos, aunque algo habíamos intuido desde su torre de
comunicaciones. Mucho antes de aterrizar se sucedían, tomando como eje el río,
varias ciudades con su propio skyline, como satélites de la gran urbe,
como hijos emancipados que se habían hecho mayores a imagen y semejanza de sus
progenitores. Esos centros de bosquecillos de rascacielos estaban rodeados o
asediados de casitas bajas con jardín, esa forma de vida a la que aspiran los
que pueden permitírselo. Tenían buena pinta y no me hubiera importado vivir una
temporada en alguna de ellas y tomarle un pulso más concreto y definitivo a esa
parte del mundo que nos había cautivado.
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