La zona de facturación estaba
casi vacía. Eran las 10 de la mañana y el vuelo salía a las 12:15. Nos
acercamos a una empleada de Westjet, toda sonrisa, y nos llevó a las maquinitas
de facturación de maletas. En las primeras, no sé por qué, no pudimos completar
el proceso. En las siguientes fue un éxito. Las maletas había que situarlas
perfectamente dentro de un rectángulo para que el proceso automático no diera
error. Unas maletas más grandes no hubieran pasado el proceso.
En el control de seguridad
practicaron una inspección especial a Jesús. Sus regalos eran de madera buena,
según le explicó el empleado, y no dejaban pasar los rayos del escáner. Le
hicieron abrirlos todos y los examinaron con celo. Prueba superada.
El toque jocoso lo ofrecieron
dos señoras mayores. Llevaban el trolley abierto y al manipularlo se cayó la
mitad del contenido y entre ese amasijo de objetos apareció un cilindro
alargado y morado. Parecía un micrófono de karaoke, pero en realidad era un
consolador de proporciones enormes. El lector puede imaginarse el rubor de su
dueña a pesar de llevar mascarilla. Se la notaba azorada, nerviosa. El
funcionario se aseguró de que no era una maniobra de distracción y revisó a
fondo todo el equipaje. José Ramón y Javier, que iban detrás, tuvieron que
hacer enormes esfuerzos para no partirse de risa en sus narices. Cuando nos
contaron los detalles, mientras recomponíamos todos el contenido de las
mochilas, nos reímos tremendamente.
Cuando por fin nos sentamos en
los escasos asientos de la zona de embarque C-51 tuvimos la impresión de que
solo los mejor preparados eran dignos para el embarque, el vuelo y el viaje. Porque
al pasajero se le sometía a una serie de pruebas que demostraban su pericia y
destreza.
Como en otras ocasiones, me puse
a ordenar mis notas.
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