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Viaje a Alaska y Canadá 152. Cena en Stephen Avenue.

 


A pesar del atasco y la ausencia de navegador (nos arriesgamos a ir por otra ruta diferente a la de llegada) alcanzamos el centro en poco tiempo. Aquella ciudad triste que cuatro días antes no nos había dicho nada lucía bien con la luz del atardecer. Había poca gente caminando, algunos coches más y un ambiente más acogedor, más incitante a entrar en la cuadrícula de avenidas y calles.

El aparcamiento era escaso. Desde las 6 era gratuito en la calle. Lo malo es que no había huecos. Después de dar un par de vueltas decidimos dejarlo en un parking público abierto por 12,25 dólares. Una hora eran 8,45 dólares canadienses.



La Torre de Calgary, una aguja que funcionaba como torre de comunicación, era una clara referencia. Estaba en el centro y marcaba la zona de rascacielos. Caminamos hasta Stephen Avenue y nos sorprendió la animación. La gente había tomado las terrazas y disfrutaba charlando y bebiendo. Todo un lujo para una ciudad donde el verano no es muy largo y donde las lluvias son el pan nuestro de cada día.

La calle peatonalizada agrupaba tiendas, bares y restaurantes. Era la parte antigua de la ciudad que se edificó tras el incendio de finales del siglo XIX, algo habitual en las ciudades de Norteamérica que se habían desarrollado en un primer momento en madera. Lo más llamativo era que muchos de esos edificios fueron originariamente sedes de bancos. Habían mantenido la fachada y parte del interior, por lo que era peculiar encontrar un gimnasio abierto 24 horas en una antigua sucursal con su techo de cuarterones clásicos, o librerías, restaurantes o comercios con elementos de los patios donde se realizaban las transacciones bancarias.



Recorrimos la calle peatonal con parsimonia, deleitándonos con el pasado, asomándonos a los bares para elegir dónde tomar una cerveza o cenar. Después de los altos precios de las Rocosas todo nos pareció barato. Elegimos Social Beer Haus. Una pinta de cerveza costaba 9,50 dólares canadienses. La camarera que nos atendió era mayorcita y vivaracha. La hamburguesa de la casa era una buena elección, a la que se sumó Javier después de que le trajeran una especie de torreznos a lo bestia porque no tenían lo que había pedido.

Al terminar de cenar los edificios estaban iluminados, más atractivos todavía. El barrio crecía en sensualidad. Unas estructuras futuristas concitaban a todos los fotógrafos que visitaban la ciudad.

No prolongamos demasiado el paseo más allá de Stephen Avenue. Las paralelas también estaban iluminadas y quizá hubiéramos visto algo más, pero estábamos muy cansados y, aunque al día siguiente no había que madrugar, el cuerpo reclamaba descanso.

A las 10 estábamos en el hotel. Jesús se fue al gimnasio mientras yo me quedaba escribiendo un rato.

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