A pesar del atasco y la ausencia
de navegador (nos arriesgamos a ir por otra ruta diferente a la de llegada) alcanzamos
el centro en poco tiempo. Aquella ciudad triste que cuatro días antes no nos
había dicho nada lucía bien con la luz del atardecer. Había poca gente caminando,
algunos coches más y un ambiente más acogedor, más incitante a entrar en la
cuadrícula de avenidas y calles.
El aparcamiento era escaso.
Desde las 6 era gratuito en la calle. Lo malo es que no había huecos. Después
de dar un par de vueltas decidimos dejarlo en un parking público abierto por
12,25 dólares. Una hora eran 8,45 dólares canadienses.
La Torre de Calgary, una aguja
que funcionaba como torre de comunicación, era una clara referencia. Estaba en
el centro y marcaba la zona de rascacielos. Caminamos hasta Stephen Avenue y
nos sorprendió la animación. La gente había tomado las terrazas y disfrutaba
charlando y bebiendo. Todo un lujo para una ciudad donde el verano no es muy
largo y donde las lluvias son el pan nuestro de cada día.
La calle peatonalizada agrupaba
tiendas, bares y restaurantes. Era la parte antigua de la ciudad que se edificó
tras el incendio de finales del siglo XIX, algo habitual en las ciudades de
Norteamérica que se habían desarrollado en un primer momento en madera. Lo más
llamativo era que muchos de esos edificios fueron originariamente sedes de
bancos. Habían mantenido la fachada y parte del interior, por lo que era
peculiar encontrar un gimnasio abierto 24 horas en una antigua sucursal con su
techo de cuarterones clásicos, o librerías, restaurantes o comercios con
elementos de los patios donde se realizaban las transacciones bancarias.
Recorrimos la calle peatonal con
parsimonia, deleitándonos con el pasado, asomándonos a los bares para elegir dónde
tomar una cerveza o cenar. Después de los altos precios de las Rocosas todo nos
pareció barato. Elegimos Social Beer Haus. Una pinta de cerveza costaba
9,50 dólares canadienses. La camarera que nos atendió era mayorcita y vivaracha.
La hamburguesa de la casa era una buena elección, a la que se sumó Javier después
de que le trajeran una especie de torreznos a lo bestia porque no tenían lo que
había pedido.
Al terminar de cenar los
edificios estaban iluminados, más atractivos todavía. El barrio crecía en
sensualidad. Unas estructuras futuristas concitaban a todos los fotógrafos que
visitaban la ciudad.
No prolongamos demasiado el
paseo más allá de Stephen Avenue. Las paralelas también estaban iluminadas y
quizá hubiéramos visto algo más, pero estábamos muy cansados y, aunque al día
siguiente no había que madrugar, el cuerpo reclamaba descanso.
A las 10 estábamos en el hotel. Jesús
se fue al gimnasio mientras yo me quedaba escribiendo un rato.
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