Llegar al hotel fue una movida. El
Cliqué (o Aplause, que era el contiguo y con el que compartía
parte de la recepción), estaba cerca del aeropuerto, pero en los carteles de la
carretera no se anunciaba el mismo hasta casi el momento de llegar. Unos
cartelitos pequeños en alguna farola con un avión y una flecha eran las únicas
pistas. ¡Para qué gastar dinero en cartelería, muy cara, por cierto, si todo el
mundo viaja con navegador! Salvo los que van en coche de alquiler que no es de
gama muy alta o no han pagado el recargo diario por este servicio. O los que no
tienen datos y no se pueden acoger al abrigo de Google Maps. Así que nos
pusimos en modo analógico y con un precario plano fuimos interpretando la
carretera como pudimos. Había tiempo, ya que un suculento atasco por las obras
ralentizaba el avance. Pobre de ti si te habías equivocado de carril. En la
civilizada Canadá también había conductores con mala leche que hacían lo
imposible por cerrarte el paso.
Llegamos a pensar que muchos de
esos vehículos habían entrado en bucle y llevaban horas, días o tiempos mayores
buscando su destino. Hacían masa.
Si nos hubiéramos dejado llevar
nos hubiéramos quedado en el hotel. La habitación era amplia, cómoda, moderna y
lujosa, las camas confortables. Hasta ofrecía dos escritorios para escribir o
leer cómodamente. La cena la hubiéramos podido solucionar en el propio
restaurante del hotel.
Sin embargo, por muy machacados
que estuviéramos, nos decidimos al preguntarnos cuándo regresaríamos a Calgary.
La primera impresión recibida días antes había sido pobre. La guía resaltaba
algunos lugares pero era descorazonador que Eau Claire Market, uno de
los iconos, cerrara ese día a las seis de la tarde (eran las 5:30 a nuestra
llegada). El centro comercial cercano cerraba a las ocho, lo que dejaba muy
poco margen.
El confort de la habitación
podía ser una trampa. Quedamos en sacar las tarjetas de embarque y luego
decidir. Ese proceso fue rápido, menos de un cuarto de hora. Agradezco a Jesús
que nos animara a salir. Y a José Ramón, que era el que estaba más cansado, y
era el conductor, que accediera a tomar el coche. Buscamos restaurantes en
Stephen Avenue Walk, que era el tramo de la octava avenida donde estaba nuestro
anterior hotel. Para reservar exigían inscribirse en una página. Lo rechazamos
y decidimos ir un poco a la aventura. Sabia decisión.
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