Salimos a las 11 de la mañana
con parsimonia. Los lugares más emblemáticos los habíamos visitado. Sin
embargo, habíamos dejado algunos bastante bellos para este regreso ordenado. Estábamos
a 182 kilómetros de Banff, lo que implicaba una larga jornada de coche (a la
que había que sumar el trayecto hasta Calgary) que habría que intentar paliar
con algunas visitas. El sol radiante nos acompañó durante toda la jornada.
Una senda de dificultad moderada
unía Parker Ridge con el glaciar Saskatchewan. No realizamos esa caminata en
ascenso, que la guía describía poniendo los dientes largos: “un sendero
asciende a través de un bosque subalpino que se convierte en una tundra sin
árboles y tapizada de flores enanas en verano”. Donde terminaba el verdor de
los árboles quedaba una zona gris, sin vegetación, donde la flora pugnaba con
suelos helados la mayor parte del año y donde sólo crecían musgos y líquenes.
Desde la distancia no distinguía resto vegetal alguno.
Disfrutamos de otra estampa
ilusionante de aquellas montañas. Eso sí, con cuidado de no ser devorados por
los mosquitos, bastante activos. Según leímos, desde lo alto había excelentes
vistas.
Poco después la carretera
trazaba un brusco cambio de dirección, una curva inmensa, The Big Bend, el gran
meandro, con el cercano monte del mismo nombre. Toda la zona abundaba en
cascadas, glaciares, lagos y arroyos, rutas fantásticas, lugares incomunicados
en invierno que en aquella época permitían el acceso con ciertas prevenciones. Pasaban
ante nuestros cristales, nos llamaban, exigían nuestra presencia.
Pasamos Saskatchewan Crossing, el
lugar de la gasolinera y el pequeño centro comercial donde los precios eran
escandalosos. Allí se unía la carretera 93 con la David Thomson highway. Poco
después estaba Howse Pass.
En una zona apreciamos de forma
evidente los estragos de un incendio. Javier comentó que aquel tremendo
incendio de hace unos años llegó a tener cobertura por los medios españoles.
Era dantesco: árboles negros, troncos vencidos, suelo arrasado, regeneración
lenta. Quizás siguieran la misma política que su vecino del sur y dejaran que
la regeneración fuera natural, sin replantar, sin intervención humana. El
peligro era la erosión de las lluvias o la nieve que podían arrastrar la tierra
que quedaba desprotegida por la ausencia de su defensa natural, que eran los
árboles y las plantas.
En Waterfowl regresaba la zona
de montañas de nieves y hielos permanentes, una sucesión que parecía infinita.
La mirada las recorría insistentemente, unas veces para otear sus detalles,
otras para palpar el conjunto de espacios donde el hombre cumplía un papel
mínimo, salvo cuando se empeñaba en destruirlo todo.
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