La recepción del hotel ocupaba
una esquinita de un amplio salón que ejercía de imán social para los huéspedes.
Se esforzaba por ser acogedor y lo conseguía. La chimenea no la habían adosado
a la pared, como hubiera sido lo habitual. Era moderna y su llama parecía de
pega hasta que acercabas la mano a poca distancia y notabas el calor, calor que
se traducía en confort, en familiaridad o hermanamiento entre quienes formaban
en cada momento la nómina de visitantes. Por cierto, mucho matrimonio con niños
pequeños que quedaban encantados y dóciles.
El elemento más subyugante, o
más cariñoso, era el enorme ventanal que daba hacia los glaciares y las
montañas y se convertía en un imán para las miradas. Te acoplabas lo más cerca
posible y dejabas que pasara el tiempo contemplando tanta belleza salvaje que
iba modificándose con el cambio de luz del día. Me hubiera gustado plantar mi
mirada como una de esas cámaras que utilizan en los documentales de animales
para grabar la secuencia entera en mi memoria por la vía de los sentidos y los
sentimientos.
Me acoplé un rato, miré hacia
fuera, me distraje con los otros huéspedes: un precioso crío que gateaba sobre
la alfombra, una encantadora madre que se sentó enfrente suyo para controlarle,
una almibarada pareja que estaba viviendo su momento místico, un grupo de
amigos que charlaba quizá comentando lo vivido en la jornada o lo que vendría
en la siguiente. Entraba la luz y cada cual la interpretaba como quería. Abandoné
ese espionaje para regresar a las sensaciones de la imagen que brindaba el
ventanal. Lo alterné con un poco de lectura, la preparación de un chocolate
caliente en la máquina cortesía del hotel, un par de apuntes en mis notas. Todo
lo que no fuera mirar hacia afuera era recriminable y una pérdida del
privilegio del ventanal.
Nos despertamos a las siete de
la mañana y nos pusimos manos a la obra como atareadas hormiguitas que
organizaban las maletas, nos duchamos (los que faltaban), tomamos algo de desayuno
y nos movimos sin estorbarnos. No llevábamos prisa, por lo que acabamos todos
en el ventanal. Los cuatro considerábamos la originalidad de nuestra decisión y
los cuatro confluimos en nuestro buen gusto.
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