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Viaje a Alaska y Canadá 143. Cascada Athabasca II


 

El estruendo de las aguas nos dejó sin habla. Eran muy blancas, lechosas. La guía hablaba de aguas limosas, por el arrastre, sin duda, aunque para nosotros era de una blancura glaciar, como en otros lugares donde el agua, protagonista de la zona, se despeñaba entre rocas y montañas. Las rocas estaban estratificadas y muy pulidas, entre pardas y negras, sufridas por tanta potencia, contentas de tanto espectáculo.

Las aguas bajaban violentas, chocando contra las estrecheces del cañón. A veces se abría y dejaba entrar la luz tamizada por la espuma en suspensión, las montañas cerrando el fondo.

Lo mejor era rodear el borde por el bien trazado sendero, alcanzar el puente, seguir por el otro lado y volver al mismo tajo de los acantilados donde la cascada caía vertiginosamente. Parecía como si un oso gigante hubiera dado un zarpazo al terreno y hubiera liberado la ira del río. Las cicatrices permanecían indelebles en la roca dura.



El sol abrió tímidamente, las nubes juguetearon y nuestra percepción fue cambiando al ritmo de esos caprichos del cielo. Los rostros se mojaban y salíamos del aturdimiento de aquella exhibición. Se alegró nuestro ánimo, algo tocado por el cansancio de tantos kilómetros y tantos madrugones. Era una inyección de optimismo. Íbamos en silencio, concentrados, sin apenas hablar excepto para expresar nuestra admiración, extasiados por las maravillas del lugar. El reportaje fotográfico (y los vídeos) fue abundante y de buena calidad.

Por cierto, antes de las cascadas habíamos observado la grandeza de la zona desde el Athabasca Pass con la imagen del monte Edith Cavell. Una placa honraba la memoria de David Thompson y un panel recordaba a los científicos, artistas, misioneros y espías que a inicios del siglo XIX habían transitado por la zona y cruzado por este lugar. Allí estaban representados el artista Paul Kane, que nos legó representaciones realistas de los pobladores originarios y del paisaje, el espía Sir Henry James Warre, también un consumado artista, y David Douglas, un importante botánico.



Con calma, aún impresionados, iniciamos nuestro descenso hacia el sur con la compañía del río, las montañas, los glaciares y las nubes que se negaban a dejar a sus presas liberadas de su presencia. La masa de bosque era constante. Cuando el sol bendecía las cumbres y el valle la imagen era gozosa.

Llegamos al hotel cuando los turistas se habían largado. Reinaba la tranquilidad.

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