El estruendo de las aguas nos
dejó sin habla. Eran muy blancas, lechosas. La guía hablaba de aguas limosas,
por el arrastre, sin duda, aunque para nosotros era de una blancura glaciar,
como en otros lugares donde el agua, protagonista de la zona, se despeñaba
entre rocas y montañas. Las rocas estaban estratificadas y muy pulidas, entre
pardas y negras, sufridas por tanta potencia, contentas de tanto espectáculo.
Las aguas bajaban violentas,
chocando contra las estrecheces del cañón. A veces se abría y dejaba entrar la
luz tamizada por la espuma en suspensión, las montañas cerrando el fondo.
Lo mejor era rodear el borde por
el bien trazado sendero, alcanzar el puente, seguir por el otro lado y volver
al mismo tajo de los acantilados donde la cascada caía vertiginosamente.
Parecía como si un oso gigante hubiera dado un zarpazo al terreno y hubiera
liberado la ira del río. Las cicatrices permanecían indelebles en la roca dura.
El sol abrió tímidamente, las
nubes juguetearon y nuestra percepción fue cambiando al ritmo de esos caprichos
del cielo. Los rostros se mojaban y salíamos del aturdimiento de aquella
exhibición. Se alegró nuestro ánimo, algo tocado por el cansancio de tantos
kilómetros y tantos madrugones. Era una inyección de optimismo. Íbamos en
silencio, concentrados, sin apenas hablar excepto para expresar nuestra
admiración, extasiados por las maravillas del lugar. El reportaje fotográfico
(y los vídeos) fue abundante y de buena calidad.
Por cierto, antes de las
cascadas habíamos observado la grandeza de la zona desde el Athabasca Pass con
la imagen del monte Edith Cavell. Una placa honraba la memoria de David
Thompson y un panel recordaba a los científicos, artistas, misioneros y espías
que a inicios del siglo XIX habían transitado por la zona y cruzado por este
lugar. Allí estaban representados el artista Paul Kane, que nos legó
representaciones realistas de los pobladores originarios y del paisaje, el
espía Sir Henry James Warre, también un consumado artista, y David Douglas, un
importante botánico.
Con calma, aún impresionados,
iniciamos nuestro descenso hacia el sur con la compañía del río, las montañas,
los glaciares y las nubes que se negaban a dejar a sus presas liberadas de su
presencia. La masa de bosque era constante. Cuando el sol bendecía las cumbres
y el valle la imagen era gozosa.
Llegamos al hotel cuando los
turistas se habían largado. Reinaba la tranquilidad.
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