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Viaje a Alaska y Canadá 139. Columbia Icefield.

 


Mientras nos dirigíamos hacia Jasper, desde el interior del coche, éramos conscientes de que el visitante percibía una mínima parte de la belleza que ofrecía el entorno. No obstante, quedaba admirado porque la espectacularidad de cualquier rincón en que posara la vista le llevaría a un gozo inmenso. No era necesaria una arriesgada exploración para extasiarse con una naturaleza que había recibido abundantemente la bendición de Dios. Sí, con mayúscula.

Al penetrar en lugares más inaccesibles, la percepción se multiplicaba exponencialmente. Exigía tiempo, un buen guía, suerte para que las inclemencias del tiempo no perjudicaran o arruinaran todo el esfuerzo. La montaña siempre era imprevisible. Exigía respeto. De lo contrario, podías quedar atrapado y sufrir sus caprichos mortales. Me temo que en mis condiciones actuales ese privilegio extremo queda fuera de mi alcance.

A veces tenía la impresión de que el paisaje era un poco embustero. Quizá por los encantamientos, que se incrustaban en el bosque, patrimonio del viento, que los depositaba donde aparentemente podía, con orden incomprensible, quién sabe si dejándolo todo al azar.



Columbia Icefield se desplegaba a nuestra izquierda. Era el campo de hielo y glaciares más extenso al sur de Alaska. Cubría 325 km2 en una sucesión de montañas por encima de los tres mil metros que se alternaban con glaciares de lenguas colgadas de las alturas. La roca y el agua eran los protagonistas esenciales.

Los glaciares habían tallado un valle en forma de artesa. Sus extremos eran poderosos muros verticales, defensas imponentes, como si quisieran dejar bien clara la separación entre la naturaleza y el hombre. En su zona más plana, el río avanzaba con fuerza, aunque en muchos tramos daba la impresión de cargar con menos agua de la imaginada por trazar meandros y dejar islotes de material de arrastre. En primavera, con el deshielo, su bravura era peligrosa. Mejor dejarle correr con su fuerza juvenil. A finales del verano, la profundidad era escasa. O eso parecía.

Con las nubes grises impidiendo observar el azul del cielo llegamos a Jasper y nos dirigimos a Maligne Canyon.

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