Mientras nos dirigíamos hacia
Jasper, desde el interior del coche, éramos conscientes de que el visitante
percibía una mínima parte de la belleza que ofrecía el entorno. No obstante,
quedaba admirado porque la espectacularidad de cualquier rincón en que posara
la vista le llevaría a un gozo inmenso. No era necesaria una arriesgada
exploración para extasiarse con una naturaleza que había recibido
abundantemente la bendición de Dios. Sí, con mayúscula.
Al penetrar en lugares más
inaccesibles, la percepción se multiplicaba exponencialmente. Exigía tiempo, un
buen guía, suerte para que las inclemencias del tiempo no perjudicaran o
arruinaran todo el esfuerzo. La montaña siempre era imprevisible. Exigía
respeto. De lo contrario, podías quedar atrapado y sufrir sus caprichos
mortales. Me temo que en mis condiciones actuales ese privilegio extremo queda
fuera de mi alcance.
A veces tenía la impresión de
que el paisaje era un poco embustero. Quizá por los encantamientos, que se
incrustaban en el bosque, patrimonio del viento, que los depositaba donde
aparentemente podía, con orden incomprensible, quién sabe si dejándolo todo al
azar.
Columbia Icefield se desplegaba
a nuestra izquierda. Era el campo de hielo y glaciares más extenso al sur de
Alaska. Cubría 325 km2 en una sucesión de montañas por encima de los tres mil metros
que se alternaban con glaciares de lenguas colgadas de las alturas. La roca y
el agua eran los protagonistas esenciales.
Los glaciares habían tallado un valle
en forma de artesa. Sus extremos eran poderosos muros verticales, defensas
imponentes, como si quisieran dejar bien clara la separación entre la
naturaleza y el hombre. En su zona más plana, el río avanzaba con fuerza,
aunque en muchos tramos daba la impresión de cargar con menos agua de la
imaginada por trazar meandros y dejar islotes de material de arrastre. En
primavera, con el deshielo, su bravura era peligrosa. Mejor dejarle correr con
su fuerza juvenil. A finales del verano, la profundidad era escasa. O eso
parecía.
Con las nubes grises impidiendo
observar el azul del cielo llegamos a Jasper y nos dirigimos a Maligne Canyon.
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