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Viaje a Alaska y Canadá 134. El lago Hector.

 


Entre 1857 y 1860 se desarrollaron los trabajos de la Expedición Británica de Exploración de América del Norte, conocida también como Expedición Pallister por el nombre del geógrafo irlandés que la dirigió. Según Wikipedia, “exploró y reconoció las abiertas praderas y agrestes desiertos del oeste de Canadá con el propósito de delimitar la frontera con los Estados Unidos y explorar posibles vías para la construcción de la Canadian Pacific Railway”.

Uno de los miembros destacados de la expedición fue el escocés James Hector, aquel geólogo que fue pateado por su caballo y dado por muerto, lo que dio origen a varios topónimos. Hector también mereció ese honor y un lago, un monte y un glaciar de la zona llevaban su nombre. Años más tarde se trasladó a Nueva Zelanda trabajando para el gobierno de ese país.

Hector Lake fue el primer lago de la mañana. Toda la zona era una sucesión de lagos de origen glaciar cuyas aguas competían por mostrar el color más vistoso o extraño. Elegir el más rompedor era una tarea francamente complicada.



En el primer tramo de la Icefield Parkway, que estructuraba la comunicación de esta sucesión de bellezas, no se habían preocupado en exceso por marcar los miradores, lo que provocó algún despiste y alguna ausencia imperdonable. Después, extremamos la atención para no perdernos nada.

Uno de sus miradores nos permitió contemplar una de esas imágenes idílicas y asomarnos al lago Hector. Las montañas siempre guardaban las espaldas del paisaje, a veces por partida doble o triple, en ascenso. En este caso, la cordillera Waputik cubría el sur, el monte Héctor el este y el pico Bow el norte. Grandes parches de hielo cubrían la parte alta, quizá glaciares secundarios que la regresión del clima había condenado a un tamaño ínfimo. El paisaje de morrenas era permanente. Entre las montañas de crestas erizadas los glaciares más vigorosos no habían lavado sus hielos de tonos azulados y mostraban bordes negros y grises.

El lago estaba tapado por los altos árboles, así que nos animamos a bajar con el coche para explorar sus orillas. En ese momento, un autocar vomitó un surtido variado de turistas que podrían romper el encanto del lugar más dichoso del planeta.

Junto al lago no había nadie. No era una de las paradas programadas por los turoperadores. La grandiosidad de las montañas se percibía más amplia y poderosa. Su reflejo en el lago era tenue por influencia del cielo pesado anunciando lluvia. Desde un claro del bosque y una pequeña playa de piedrecitas observamos el magnífico conjunto. Hasta que los mosquitos decidieron que era hora de marcharnos. La proximidad del agua garantizaba la presencia de estos incómodos compañeros de visita.

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