Entre 1857 y 1860 se
desarrollaron los trabajos de la Expedición Británica de Exploración de América
del Norte, conocida también como Expedición Pallister por el nombre del
geógrafo irlandés que la dirigió. Según Wikipedia, “exploró y reconoció las
abiertas praderas y agrestes desiertos del oeste de Canadá con el propósito de
delimitar la frontera con los Estados Unidos y explorar posibles vías para la
construcción de la Canadian Pacific Railway”.
Uno de los miembros destacados
de la expedición fue el escocés James Hector, aquel geólogo que fue pateado por
su caballo y dado por muerto, lo que dio origen a varios topónimos. Hector
también mereció ese honor y un lago, un monte y un glaciar de la zona llevaban
su nombre. Años más tarde se trasladó a Nueva Zelanda trabajando para el gobierno
de ese país.
Hector Lake fue el primer lago
de la mañana. Toda la zona era una sucesión de lagos de origen glaciar cuyas
aguas competían por mostrar el color más vistoso o extraño. Elegir el más
rompedor era una tarea francamente complicada.
En el primer tramo de la
Icefield Parkway, que estructuraba la comunicación de esta sucesión de bellezas,
no se habían preocupado en exceso por marcar los miradores, lo que provocó
algún despiste y alguna ausencia imperdonable. Después, extremamos la atención
para no perdernos nada.
Uno de sus miradores nos
permitió contemplar una de esas imágenes idílicas y asomarnos al lago Hector. Las
montañas siempre guardaban las espaldas del paisaje, a veces por partida doble
o triple, en ascenso. En este caso, la cordillera Waputik cubría el sur, el
monte Héctor el este y el pico Bow el norte. Grandes parches de hielo cubrían
la parte alta, quizá glaciares secundarios que la regresión del clima había
condenado a un tamaño ínfimo. El paisaje de morrenas era permanente. Entre las
montañas de crestas erizadas los glaciares más vigorosos no habían lavado sus
hielos de tonos azulados y mostraban bordes negros y grises.
El lago estaba tapado por los
altos árboles, así que nos animamos a bajar con el coche para explorar sus
orillas. En ese momento, un autocar vomitó un surtido variado de turistas que
podrían romper el encanto del lugar más dichoso del planeta.
Junto al lago no había nadie. No
era una de las paradas programadas por los turoperadores. La grandiosidad de
las montañas se percibía más amplia y poderosa. Su reflejo en el lago era tenue
por influencia del cielo pesado anunciando lluvia. Desde un claro del bosque y
una pequeña playa de piedrecitas observamos el magnífico conjunto. Hasta que
los mosquitos decidieron que era hora de marcharnos. La proximidad del agua
garantizaba la presencia de estos incómodos compañeros de visita.
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