Madrugar ayuda a comprender cómo
se despereza el mundo.
Sentí satisfacción al comprobar
que el sol no se había olvidado de nosotros, aun cuando aprovechara para dar
las últimas cabezadas. Era reconfortante.
Me gustó como el cielo abría sus
ojos o, quizá, sonreía para contemplarnos desde las alturas, despiertos y
activos.
Todo volvía a su ser, todo era
diferente. Era un momento ambiguo. La noche y el día se confundían.
Salí fuera de la habitación. Estaba
nublado y flotaba aún el paso de la tormenta nocturna. Me quedé mirando el
horizonte. Asistí a algo más profundo que un cambio: era una intensa
metamorfosis. Sentí que los colores de la noche y el amanecer se separaban, se
desgajaban. Sentí el divorcio del día con la penumbra última de la noche. Sentí
que cada uno debía sufrir su destino, aunque fuera doloroso. Sentí que esa
ruptura me afectaba y que era la prolongación de la que se producía en mi
interior. Sin embargo, el sufrimiento inicial fue efímero y sentí que el
temprano dolor escapaba para abrir una nueva etapa. Un nuevo día, una nueva
evolución. Era un nuevo sentimiento, la renovación necesaria para continuar.
El desayuno era complimentary,
o sea, incluido en el precio de la habitación, algo bastante inusual en
Norteamérica. No era lujoso, aunque sí contundente, a base de huevos revueltos,
judías (beans), salchichas, tostadas (no había fiambre), muffins,
plátanos y yogures. El lector puede imaginar, y acertará, que me entregué con
devoción al colesterol. Mis amigos se cuidaron mucho más.
El aspecto de la gente que
desayunó con nosotros era bastante rústico, de cazadores o pescadores, de
amantes de la naturaleza o de personas habituadas a transitar por ella. Solo
faltaba que sacaran un banjo y se pusieran a cantar country.
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