Un agradable sendero rodeaba el
lago por el lado derecho. Se disolvía la masa de gente y regresaba a la
tranquilidad. Era necesaria para empaparse de esa belleza. Algunas personas
habían alquilado canoas y se deslizaban por las aguas.
A lo largo de los días que
disfrutamos en las Rocosas contemplamos muchos lagos glaciares. Uno de los que
dejó huella en nosotros fue éste. Si me preguntaran por qué respondería que por
la grandiosidad de las montañas que lo encajaban, por la vistosidad del glaciar
o por el color de sus aguas. Quizá, también, por el plácido paseo que nos ayudó
a empaparnos de su paisaje, por el bosque, por las simpáticas ardillas que nos
saludaron en varias ocasiones. Mi recuerdo es expansivo, sonriente, trae
nostalgias y esplendor. Mi alma se agita al recordar los acantilados sobrios o
el hielo suspendido en un horizonte cerrado al que nos fuimos acercando.
Nos llamó la atención que
hubiera gente bañándose. El día no era tan caluroso como para desear refrescarse.
El agua estaba muy fría. Si nos hubiéramos atrevido nos hubiera dado algo al
corazón. Siempre hay valientes dispuestos a demostrar que no hay nada
imposible.
Las nubes se habían agolpado
sobre las montañas y habían modificado el color del lago, más metálico, más
gris, de un verdor más tenue. Los reflejos del bosque marcaban zonas de
influencia de los colores. Los árboles formaban un perfil erizado.
Nos sentamos un rato a
contemplar el paisaje, como muchas otras personas. Era un gran espectáculo y,
como en otras ocasiones, sencillo, sin efectos artificiales, sin
manipulaciones. Transmitía paz.
Empezamos el regreso. Las nubes
eran más algodonosas, menos amenazantes. El cielo era más claro y suave. El
hotel se imponía a la izquierda de esa perspectiva. Los abetos más jóvenes se
agitaron.
Pagamos el parking y regresamos
al coche.
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