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Viaje a Alaska y Canadá 125. Lake Louise III


 

Un agradable sendero rodeaba el lago por el lado derecho. Se disolvía la masa de gente y regresaba a la tranquilidad. Era necesaria para empaparse de esa belleza. Algunas personas habían alquilado canoas y se deslizaban por las aguas.

A lo largo de los días que disfrutamos en las Rocosas contemplamos muchos lagos glaciares. Uno de los que dejó huella en nosotros fue éste. Si me preguntaran por qué respondería que por la grandiosidad de las montañas que lo encajaban, por la vistosidad del glaciar o por el color de sus aguas. Quizá, también, por el plácido paseo que nos ayudó a empaparnos de su paisaje, por el bosque, por las simpáticas ardillas que nos saludaron en varias ocasiones. Mi recuerdo es expansivo, sonriente, trae nostalgias y esplendor. Mi alma se agita al recordar los acantilados sobrios o el hielo suspendido en un horizonte cerrado al que nos fuimos acercando.



Nos llamó la atención que hubiera gente bañándose. El día no era tan caluroso como para desear refrescarse. El agua estaba muy fría. Si nos hubiéramos atrevido nos hubiera dado algo al corazón. Siempre hay valientes dispuestos a demostrar que no hay nada imposible.

Las nubes se habían agolpado sobre las montañas y habían modificado el color del lago, más metálico, más gris, de un verdor más tenue. Los reflejos del bosque marcaban zonas de influencia de los colores. Los árboles formaban un perfil erizado.



Nos sentamos un rato a contemplar el paisaje, como muchas otras personas. Era un gran espectáculo y, como en otras ocasiones, sencillo, sin efectos artificiales, sin manipulaciones. Transmitía paz.

Empezamos el regreso. Las nubes eran más algodonosas, menos amenazantes. El cielo era más claro y suave. El hotel se imponía a la izquierda de esa perspectiva. Los abetos más jóvenes se agitaron.

Pagamos el parking y regresamos al coche.

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